Árbol de Navidad instalado al lado de la torre Entel. Santiago de Chile. 17 de diciembre de 2009.

Tenemos la navidad encima y, por extensión, la felicidad, el calor del hogar y la compañía de todos nuestros seres queridos.

Esto es así, nos guste o no, porque entramos en unas fechas en las que, so pretexto de un espíritu navideño que engloba todas las dichas mundanas, se nos avasalla por doquier con tópicos tan bucólicos como falsos.

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Comencemos por la nieve.

Dejando aparte aquellos que viven cerca de las cumbres de cualquiera de nuestros sistemas montañosos, entre la concentración social urbanita y el calentamiento global, muchos somos los que llevamos años sin tocar un copo helado en la puerta de nuestra casa.

Sin embargo, en todos los anuncios televisivos y estampas navideñas al uso vemos calles, ciudades y paisajes nevados como si fuese lo normal. Vamos, que no convierten la circulación de la calle Alcalá en un ir y venir de trineos y gente esquiando de milagro. Todo se andará si Carmena no se opone.

Entre tanto, algún chaparrón, cierto banco de niebla empecinado y el hombre del tiempo prediciendo una navidad soleada para este año van dando forma a nuestro gozo en un pozo particular sin que reparemos en ello.

Luego están los que vuelven a casa por Navidad, que los hay, pero no en mayor número que aquellos que no vuelven porque ya no están, porque nos faltan definitivamente, por lejanía o porque simplemente no pueden y se convierten en seres queridos, sí, pero ausentes.

La promoción comercial (que al final es de lo que se trata) no cuenta con ellos, no los cita ni los nombra, simplemente los ignora y nos machaca con clichés que ya no nos sirven en el vano intento de hacernos creer que todo sigue igual, que la vida se ha detenido y que reeditamos el momento como el que relee un libro, en foto fija, de la blanca navidad.

Y por último están esas comidas o cenas navideñas en las que todos, guapos de revista, derrochan tanta felicidad, armonía y un buen rollo que te sube el azúcar en sangre por momentos al mirarlos.

Ni rastro de cuñados con dardos envenenados, de niños protestones, llorones, inapetentes o simplemente impertinentes, de experimentos de nouvelle cuisine que no hay un dios que le meta mano y de turrones de marca blanca que nos arruinan la dieta.

Aunque parezca obvio, la navidad es el punto final a un año en el que ocurren muchas cosas, y en un país, aún convaleciente de una crisis brutal y polarizado en lo político, a día de hoy se multiplican peligrosamente los temas de los que es mejor no hablar en la cena y que los vapores del cava se encargan de hacer salir de manera recurrente y puntual.

Y ya está liada. Ya tenemos a los primos, cuñados o hermanos, da igual, discutiendo por indicadores macroeconómicos y temas políticos que ni conocen ni tienen ganas de entender porque, en este país, para insultar y culpar a alguien no hace falta haber leído ni comprender nada sobre el particular. Se hace y punto.

Los niños, ajenos a todo, desenvuelven regalos y juegan con las cajas y los papeles decorados con motivos de la navidad anglosajona, dejando los juguetes a un lado mientras comentan con sus amigos cómo va el negocio por WhatsApp

Al final siempre quedará la madre, si no es ausente, para apaciguar los ánimos, la televisión para mostrarnos familias en armonía y el hombre del tiempo para crearnos la ilusión de que el (cada vez menos) frío, quizá traiga esa nevada que, al parecer, anuncia y determina que ya es navidad.

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