Hoy en día existen tantas definiciones de la política como gente dispuesta a definirla; todos tenemos una.

Gobierno, gestión, mando, mandato, organización, arte, ciencia; todo el mundo define el sustantivo con su aderezo personal, su saber y entender.

Y en lo que todos están también de acuerdo es en el adjetivo final, en el que sentencia y emponzoña cualquier otro aplicado anteriormente, que viene siendo inoculado interesada, maliciosa y lentamente de un tiempo a esta parte desde sectores de la misma política y que constituye una seria amenaza, casi una sentencia, para su propia existencia tal y como, desde hace miles de años, se concibe.

La política es corrupción.

Fallo, dictamen y veredicto inapelable en la que todo el mundo parece estar de acuerdo, que se proyecta sobre toda la política y sobre todos los políticos, sospechosos de ello, desde el día que toman posesión de su cargo hasta su muerte.

Porque el abandono del compromiso adquirido —voluntariamente o no— no exime de la culpa endosada al principio, sin más motivo ni razón que el haber entrado a formar parte del mundo político. El pecado persigue a la persona —antes político— hasta su fin.

Y si no que no lo hubiere sido.

Ahí radica el gran error; la amplitud de la acusación es directamente proporcional a la banalidad y estrechez de miras de quien la pronuncia y cuanto antes nos demos cuenta de ello, mejor para todos; sí, para todos.

Porque desde luego, no toda la actividad política es corrupta, faltaría más, como no todos los políticos lo son por el mero hecho de desempeñar un cargo público y tamaña falacia solo puede provenir de alguien a quien, o bien le sobra envidia —que de todo hay en la viña— o le faltan entendederas para comprender de los formulismos, legalidades administrativas y tiempos de este, para mí, arte.

Y de aquellos polvos vienen los siguientes lodos.

Porque todos estaremos de acuerdo en que la política, en su vertiente de gestión de lo común, requiere de las mentes más preclaras, y de las disposiciones más audaces para llevar cabalmente y a buen puerto desde la más pequeña modificación del Plan General de Ordenación Urbana hasta los Presupuestos Generales del Estado y eso, no nos engañemos, no está al alcance de todos, aunque todos —y todas— pensemos que somos el Rajoy de turno.

Pues no.

Y son precisamente esos perfiles personales los que estamos ahuyentando con la caza de brujas en la que se ha convertido la persecución de casos puntuales de corrupción que algunos quieren convertir en causa general contra partidos y épocas enteras, léase como ejemplo la transición, sin ir más lejos.

Porque, seamos sinceros, ¿a quién le va apetecer embarcarse en un proyecto en el cual, como primera providencia va a perder fama y prestigio, muy probablemente dinero —de su bolsillo, of course—convirtiéndolo en blanco fácil de dimes y diretes, envidias y tachado de corrupto desde del momento mismo de su nombramiento?

Frente a esta pregunta retórica no caben respuestas rápidas y, menos aún, aquellas que se dicen sin intención de cumplirlas; no caben tampoco apelaciones a una supuesta nueva política que en realidad no es más que una reformulación de teorías de hace dos siglos, que llevan ese mismo tiempo intentando funcionar sin éxito y que tienen su razón de existir en la división, la confrontación la falacia y cosas peores.

Frente a esa pregunta sólo cabe la reflexión y la respuesta sincera, interior si se quiere, pero sincera. No hay otra.

Y la respuesta es: nadie.

Porque nadie está dispuesto a recibir un calvario existencial como recompensa a sus esfuerzos, a su entrega —en un altísimo porcentaje gratuita— a una causa común, a hacer valer su vocación de servicio a los demás por encima de sus propios intereses y los de su familia, que sufre en silencio las consecuencias de ese error en los que algunos interesados de nuevo ­—más bien viejo y rancio—cuño quieren convertir la política, tratando de enfermarla para luego sanarla con remedios de chamán que ya de lejos sabemos que no funcionarán.

Lo que está claro es que la política es necesaria, llámese representativa, directa o asamblearia, las diferentes formas de gobierno se sustentan en ella, lo que nos lleva a una postrer pregunta: ¿y entonces, como subsistirá?, ¿qué personas asumirán el cometido de darle nombre, carácter, cara e impulso?

Desde luego, a este paso no serán los mejores, los más preparados, a quienes, con un control desquiciante y un descrédito inmediato estamos ahuyentando, sino los mediocres, los menos preparados los trepas, aquellos que quieren o pretenden hacer de la política su medio de vida, valerse de ella medrando lo que sea necesario para alcanzar sus fines y cuyos únicos méritos han sido gritar más que el resto y encabezar causas perdidas de antemano ayudados por el yugo de una supuesta superioridad moral que sólo ellos se creen.

Ejemplos se nos ocurren a todos.

Ellos, los supuestos salvadores y no otros seguirán acrecentando la bola de barro, ellos con sus actos seguirán ensuciando la política, sumiéndola en el descrédito y la inoperancia, ensuciándola y llevándola hacia su agotamiento, con su pose fingida, su incapacidad e inoperancia por bandera y un futuro peor para todos como único resultado a su gestión cuando, arruinado todo, devuelvan los trozos de su descalabro para que lo arreglen los de siempre.

Eso si, seguirán culpando a otros.

Sal de Ronda
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