Los juancaballos son a los centauros lo que las serranas a las amazonas: seres de naturaleza singular, no eran bien vistos por las gentes corrientes ni en la antigua Grecia ni en Iberia; repudiados y temidos, vivían relegados en lo más agreste de las serranías, donde llevaban vidas solitarias y rudas. Se decía de las serranas que eran brutas y toscas porque su tez, siempre sonrosada, no lo estaba por el uso de afeites y potingues, sino por el trabajo al aire libre: las serranas cortaban leña a hachazos y trasportaban enormes haces hasta su cueva como cualquier varón, y sus brazos morenos se mostraban a los ojos de todos cubiertos de vello dorado por el sol, cuando las delicadas damiselas acostumbraban a llevarlos decorosamente tapados hasta las muñecas, y muy bien rematados por puntillas y encajes.

Una de aquellas mujeres hombrunas vivía en la serranía de Jaén, alejada de todos. Los hombres, incluso los valientes, se asustaban cuando la veían aparecer por algún sendero con el morral repleto y la honda colgando de su cinto de cuero; la temían tanto que, precisamente por eso, para demostrar su valor y como prueba de virilidad, cuando llegaba la primavera el más osado de aquellos contornos se internaba en los montes a buscarla, y ya no bajaba hasta terminado el verano, cuando desde el pueblo le oían volver dando grandes voces: “¡Marimacho! ¡Hombruna! ¡Ahí te quedas, Mariserrana!”. Pero, donde nadie los veía, no dejaban los mozos regresados de llorar por la serrana, y los suspiros que se les escapaban les duraban como poco un largo invierno. Desde los cerros, ella los despedía con grandes carcajadas mostrando una limpia dentadura habituada a lo crudo, con el buen humor de quien sabe la verdad: que costaba un verano entero enseñar a esos mozos lo más rudimentario del amor, y al final, agotada la paciencia, lo más prudente era echarlos, no fuera a ser que el invierno dejase allí, cercado, al inepto mozalbete de turno.

Juancaballo no era un ser que pudiera asustarse de criatura alguna. Brioso e impulsivo, a duras penas su cerebro humano lograba contener la salvaje libertad de su mitad equina, acostumbrada a sortear cualquier obstáculo con una elegante cabriola. Todas las tardes descendía Juancaballo a beber en las orillas del río Guadalquivir y allí fue donde se le apareció a la serrana: un ser soberbio, bicolor (pues su grupa y sus patas eran como el ébano, y en cambio el torso blanco resplandecía al sol) lo cual acentuaba el aspecto de retrato en blanco y negro de su hermosa figura biforme. A la serrana nada le impresionaban los duros cascos ni la fornida grupa, sino los cabellos de bucles negros y sedosos de Juancaballo, la maravillosa perfección de sus omóplatos y la hendidura suave entre ellos, el hueco casi femenino entre las dos clavículas, las delicadas manos con las que, cuando dejaba el arco, tañía la guitarra. Juancaballo vio con agrado a la serrana reflejada en el agua del río donde a la sazón bebía: los hombros bien moldeados y anchos de Mariserrana no hacían sino acentuar la estrechez de su talle bien ceñido por el cinto de cazadora montaraz. Ella pasó su mano áspera por la grupa de Juancaballo y notó que su corazón latía desacompasado, quizás por la inesperada caricia, o quizás por el brillo de la luz en el pelo de la serrana, por su olor a lavanda y sudor limpio, por las pecas que adornaban su rostro… Y por estas razones, y sabiendo que no hay bicho viviente al que no le conmueva la música, se acercó a la asombrosa criatura cantando:

Tiene mi Juancaballo
una cabellera
bella como la noche
brillante y negra

Aquel verano ningún mozo tuvo el valor de acercarse a Mariserrana, pues ella disfrutaba todas las tardes de la compañía de tan fiera criatura. Una de aquellas tardes Mariserrana se abrazó al torso lampiño de Juancaballo y aupando su muslo derecho sobre la grupa hizo el amago de montarlo, a lo que Juancaballo reaccionó con inusitada brusquedad y fiereza, encabritándose:

– ¿Aprovechas un momento de descuido para intentar domarme, como a una montura cualquiera su jinete?

La serrana, levantándose del suelo y frotándose dolorida la contusión por la caída le contestó furiosa:

– ¿Con qué derecho piensas que pretendo dominarte? ¡Obstinado jumento…!

– ¿Cómo me has llamado?- le gritó colérico- Eres como todas las demás, te ganaste mi confianza pero solo buscabas ablandarme para que bajara la guardia, ¡y de seguro ocultamente llevas calzadas las espuelas, y en la manga unas bridas!

La serrana dedujo que la cólera de Juancaballo se había encendido al tocar inadvertidamente una herida antigua, y algo más suavemente le dijo:

-Te pediré perdón, si es necesario, por cuantos antes que yo te han hecho daño, porque mucho te amo; pero entiende bien esto: lo que me has reprochado es injusto, mi intención no era otra que la de abrazarte para poder oír los latidos de tu corazón.

-¡Los latidos de mi corazón…! – repitió Juancaballo, que ante la evidencia de su equivocación se enfureció aún más- ¿Y quién te ha invitado a conocer el secreto que guarda? Mi corazón es doble: el equino es salvaje y pasional y te raptaría para encerrarte en la cueva de Malverano, donde serías su juguete; el humano es infantil, apegado y dependiente… ¿A cuál de los dos debería obedecer? ¡Por fortuna tengo una sola cabeza con la que dominarlos a ambos! ¡Jamás me enamoraré!

Y la serrana sintió que esta última frase atravesaba demoledoramente su pecho, y aun comprendiendo que Juancaballo reaccionaba de aquel extraño modo en razón de otras experiencias previas, -cuando damiselas aparentemente inocentes le habían engañado ocultando en la espesura de las faldas, al montarle, agudas espuelas en sus botines y ásperas riendas en sus manguitos- se echó a correr monte arriba con el corazón desbocado de dolor, sin bridas para el llanto, espoleada por una aguda y punzante tristeza. Y ya no bajó al río Guadalquivir ni aquella tarde, ni a la siguiente, ni a la otra, ni volvió a cantar ya más aquel verano; pero al término de cada jornada la noche se extendía como una negra y brillante cabellera, cubriéndola con su sombra sedosa, y Mariserrana no lograba dejar de amar aquella sombra, por más que hubiera ensombrecido su corazón.

En la gruta de Malverano Juancaballo, por no admitir su enfado consigo mismo, ampliaba secretamente en sus pensamientos el repertorio de las posibles ofensas que la serrana, como antes otras bípedas, con toda seguridad le habría terminado infligiendo; pero en su fuero interno sabía que nada había hecho Mariserrana que mereciera un trato tan rudo ni tanta suspicacia.

En los atardeceres, cuando salía de su gruta, se agachaba a buscar por los caminos las huellas que había dejado de su paso Mariserrana, y hallaba, cada tanto, un pequeño cráter horadado por alguna gruesa lágrima al lado de las pisadas de la serrana; y ella, por los caminos, buscaba los semicírculos dibujados en el barro por los cascos de Juancaballo y, al hallarlos, lloraba aún más copiosamente. Y a vista de pájaro podía verse cómo las huellas de ambos vagaban persiguiéndose sin rumbo, trazando un melancólico itinerario de círculos concéntricos en torno a su común tristeza.

Finalmente, las nieves del invierno cubrieron los senderos y borraron todas las huellas y las lindes de los caminos. Las aves migraron, hibernaron los animales, se guarecieron todos y llegó el gran silencio helado a las montañas; aquel silencio sanó el corazón de Mariserrana, y comprendiendo que el dolor de Juancaballo doblaba el suyo, y que éste no lograría vencer su enfado por sí mismo, sino que, por el contrario, lo rumiaría lenta y lacerantemente durante el largo invierno, se calzó las botas y sin pensarlo dos veces, hundiéndose en la nieve hasta las rodillas y haciendo tripas de su partido corazón, se dirigió hacia la gruta de Malverano, cantando:

Serrana soy
de corazón entero,
sin espuelas ni bridas
tu amistad quiero

Al instante su voz disipó la ira como el sol disipa la neblina, se perdonó a sí mismo por su rudeza Juancaballo y así pudo perdonar también a Mariserrana por su ofensa, y a la llegada de la primavera las huellas de ambos pudieron verse descender con rumbo cierto hacia las orillas del Guadalquivir, trazando en su camino la ruta que a cada uno guiaba hacia el otro, cuyas trayectorias se podían leer como grafías que, a vista de pájaro, componían la palabra RESPETO, el respeto que se debe observar siempre por lo que cada cual piensa y por lo que siente”.

 

Sal de Ronda
GOB ARAGON surge
SUSCRIPCION
gobierno de aragón

Dejar respuesta

Please enter your comment!
Please enter your name here