Ya en pleno siglo XX fueron muchos los coterráneos andaluces que vinieron en masa por las obras de la presa de El Grado y del canal del Cinca, y muchos de estos trabajadores se quedarían en el Somontano después de finalizadas. Paco Moreno, sin embargo, no vino por las obras; acudió por sorteo a la ciudad del Vero a hacer la mili y habiendo demostrado ser un excelente matarife en el cuartel, lo fichó la familia Mayoral de Barbastro para su fábrica de embutidos. El pequeño obrador de productos del cerdo estaba situado en los bajos de la misma casa donde vivía la familia, en la Plaza del Mercado.
Su novia Carmela se había quedado en Granada y para allá se fue Paco a desposarla y luego traerla a Barbastro junto a los dos hermanos de ella. Tanta era la confianza que Mayoral tenía en la pareja de granadinos que ésta viviría en una habitación con derecho a cocina en la misma casa del patrón. Carmela Ruiz Heredia, se dedicaba a sus labores hasta que descubrió de su vecina Carmen Serena la fórmula de la chireta. Este singular producto, hoy paradigma de la gastronomía del Somontano -con origen en los valles del Pirineo- habría de alcanzar con Carmela sus más altas cotas de popularidad.

Su marido Paco Moreno tenía el semblante de un torero gitano, de una gravedad misteriosa y algo irónica; una estampa salida de los carteles del pintor Marcelino de Unceta. Fibroso y delgado de cuerpo, su cara era alargada y huesuda, y ligeramente olivácea. Lucía una espesa mata de cabello negro charol del que caí hacia la frente una onda descuidada, como la de El Pequeño Sheriff de los tebeos, mientras una raya recta y profunda lo cruzaba de delante hacia atrás. Con el tiempo, y a medida que sumaba años, aquel surco, ya debilitado, se iría ensanchando. La raya en canal del pelo de Paco competía con las más famosas y espléndidas de la época; la de don Julio Broto, eximio organista de la Catedral y la del militar republicano, recaudador se contribuciones y comerciante católico José Serena.
El aspecto de Paco contrastaba con el de su mujer, Carmela, tan blanca y de cabellos rubios. Ella amanecía siempre sonriente, era el contrapunto de su marido, quien gastaba una expresión algo severa; algo que nos parecía natural por otra parte pues impostar alegría cuando se es de oficio matarife no es de recibo.
Ambos eran agraciados, sin embargo, es decir, guapos sin estridencias; la simpatía de ella era tan natural y espontánea que al poco de residir en Barbastro ya se había metido en el bolsillo a la población. Cuando abrieron el bar Los Claveles, toda la comarca supo que el antiguo reino del Alandalus había recuperado un enclave en la Península.
Aunque el lugar era pequeño y ocupara solo los bajos de un pequeño edificio de la calle San Bartolomé, el impacto era mayor porque aquel establecimiento era una referencia de luz meridional, unas voces llegadas del sur, siempre alegres. Al final de la barra, muy modesta, pero repleta de tapas, se accedía a una corraleta sin ventanas que simulaba una ínfima plaza de toros; y los parroquianos allí sentados, aficionados al vino a granel de Fábregas, apretados cuerpo a cuerpo, podían sentirse en ella como si de un verdadero coliseo se tratara.
El minúsculo local en realidad había sido antes una panadería y la semiesfera hecha de ladrillos que ahora era plaza de toros fue un horno de leña para cocer el pan y Paco Moreno – que era hombre imaginativo- impulsado por su afición a los toros había tenido la feliz idea de romper la boca del horno y excavando, excavando, ensanchar su redondel bajo la bóveda, hasta obtener el espacio donde ubicar su mini plaza. Para darle mayor realismo al asunto, se las ingenió para simular tendidos de sol y sombra abarrotados de público; lo hizo forrando la pared circular con una ampliación de fotografías de la misma plaza de Barbastro donde aparecían sonrientes los parroquianos de la ciudad. Aficionado desde niño a la Fiesta había colgado en el local carteles con los famosos maestros de su juventud. Al fin y al cabo eran primos hermanos de oficio, matadores y matarife.
Hacía tiempo que ella – ¡ay Carmela! – era especialista en la preparación del menudo gitano con manteca colorada, que no eran otra cosa que los callos de toda la vida, pero sin garbanzos. Y también había aprendido a preparar las chiretas de la Ribagorza en casa de su vecina, la magistral Carmen. Y lo había hecho con tanto provecho y maestría que “Los Claveles “se convertiría en referencia para degustarlas en competencia con la reputada casa de comidas “La Pelela” una rivalidad muy barbastrense, es decir, no exenta de amistad. Carmela había hecho algunas cambios en la formulación de las chiretas cuyos detalles no me es permitido revelar, siempre en el sentido de mejorarlas, lo que fue muy apreciado por una mayoría. No era estrictamente innovación, sino sustitución. Unos ingredientes por otros. Al poco tiempo, la gente se había dividido en dos bandos irreconciliables a la hora de entender el concepto de la Chireta. O se estaba a una o otra. Sin embargo, Paco Moreno y el dueño de “La Pelela “ entretanto se habían hecho amigos y se les veía juntos a menudo en el bar del Cine Cortés riéndose de estas pequeñeces.
Carmela y Paco se sentían cada más barbastrenses e integrados en Barbastro que los peces del Vero, los barbos con barbas, sin abandonar su acento granadino. Hay que hacer constar que esta naturalización ex novo opera en los hijos adoptivos de una manera inversamente proporcional a la distancia: Cuanto más lejos geográficamente se ha nacido, más y más el forastero se apega al suelo y al fuero de la nueva identidad. Si fuera el caso de que un día la ciudad hubiera de reclamar de nuevo su independencia de España para no tener a Huesca como capital provincial, es seguro que los primeros en poner las barricadas serían los nuevos barbastrenses. No sería este un supuesto impensable, pues – aunque es generalmente olvidado- a mediados del siglo XIX el Ejército Español tuvo que entrar en la ciudad y exigió su rendición acabando con su independencia de un solo día, motivada por centenarias rencillas diocesanas y el reclamo de respeto por su mayor población. En aquellos meses de 1840, en Madrid se reían de la ocurrencia secesionista del cantón del Somontano y los ministros del Estado se preguntaban: ”Barbastro quiere ser independiente pero… ¿dónde queda Barbastro? “
Lo sabía bien el ya citado don Pascual Madoz, quien entonces venía de ser diputado a Cortes -luego sería casi todo- pero lo que él se sentía era ex alumno de los Escolapios y barbastrense de primera clase.
Todo eran éxitos para “Los Claveles”. La noticia de una segunda plaza de toros en Barbastro -ficticia hasta cierto punto- se extendió más allá de la provincia, superó el Ebro y acabaría saliendo en las noticias de Televisión Española. Los diestros más famosos que llegaban para las Fiestas de Septiembre, autoridades y artistas pasaban por allí, encantados de probar las chiretas, tortetas y claretes del Somontano.
La única cosa que Paco y Carmela echaban en falta en su nueva tierra eran los hijos que no habían tenido. Su descendencia hubiera sido un motivo de felicidad, el remache de plata de su apego a la tierra somontana. No había en aquel tiempo de los 60 ninguna posibilidad de fecundación in vitro. Se podría decir que Carmela y Paco habían nacido demasiado pronto para ser padres. Pero fue peor, pues les sobrevino la tragedia cuando el hermano pequeño que se había traído Carmela de su Granada murió muy joven. La Burreta -aquel tren que luego desaparecería para siempre- le atrapó en plena vía de la Estación de Barbastro. La gente, sobrecogida, acudió a su funeral en masa. Después su anhelo frustrado de hijos y su tristeza por aquella pérdida se convirtieron en energía positiva hacia el futuro. Se dedicaron en cuerpo y alma a sus parroquianos, ofreciendo cada vez más amistad, derrochando dicha en todos y cada uno de los momentos de su presencia en el bar.
Podrían haber intentado poseer un verdadero restaurante, o incluso una casa de huéspedes; pero el esfuerzo para ello les habría restado tiempo y tranquilidad y sobre todo Paco quiso mantener la lealtad al señor Mayoral, trabajando para su jefe toda la vida y lo hizo hasta que el negocio entró en crisis.
No necesitaban hacerse ricos ni tenían que dejar ninguna herencia. Cerraron “Los Claveles” en lo más alto, cuando el trabajo se les hizo imposible, inacabable, porque los clientes no cabían ya en la corraleta. Sólo para sobrevivir, Paco y Carmela abrieron otro bar más tarde, en otra calle – más modesto que Los Claveles – con el nombre de Casa Paco.
El hombre que pudo perfectamente haberse llamado en su Andalucía “el Bien Plantao” y al que nunca pusieron mote en Barbastro -ni siquiera Nané Abarca le impuso un diminutivo de los suyos- murió hace ya algunos años. Hoy le evocan como se recuerda a los toreros de raza, como lo que era, un señor de bien con gracia y señorío. Pero de Barbastro. Aquella placeta de toros nunca más se abrió al público. Permanece hoy cerrada tras las persianas, intacta, apagados sus tendidos de sol y sombra, silenciosa.
Carmela nunca volvió a entrar en la casa de comidas pero hoy, cuando pasea bajo los plátanos del Coso, los vecinos, nostálgicos y huérfanos de recuerdos, le paran y le piden que les cuente como eran sus chiretas, su secreto.
Les mira con una sonrisa enorme, ancha agradecida, y con la cabeza asiente, les dice que sí. Algún día lo contará todo. Y sigue su camino.
Dedicado a las Hermanas Martínez Brualla de la churrería La Flor de la Espiga, amigas, musas vikingas, de incomparable recuerdo.