El siguiente relato transcurrió allá por el año 1967 aproximadamente, en mi pueblo natal, un pueblo pequeño de la provincia de Huesca llamado Morílla, donde finaliza el Somontano y comienza los Monegros. Yo tenia la edad de mi hijo unos 11 años, que por cierto al ver lo que escribía me reprochó que cuándo le dejaría tener a él una negrita, me lo quedé mirando sin saber qué contestarle y por fin le dije que nuestro piso no era el mas apropiado y que entonces eran otros tiempos muy distintos a los de ahora.
Aunque realmente, cuanto me hubiera gustado que él viviera una experiencia tan bonita como la mía.
Supongo os preguntaréis quién era la dichosa negrita en cuestión, pues bien, os lo voy a contar. La negrita era nada más ni nada menos que un pájaro, y un pájaro que no es que goce de muy buen prestigio por cierto, ya que se trataba de una corveta, que es un cuervo pero más pequeño, aunque muy inteligente.
Esta historia que os voy a relatar bien pudiera ser un cuento, pero un cuento real, claro.
Todo empezó cuando un primo mío nos trajo tres corvetas jóvenes, recién salidos del nido, una de ellas me la regaló a mí, que por cierto creo fue la única que sobrevivió. Lo primero que hice, como es lo normal, fue bautizarla, aunque sin agua claro. El nombre ya lo conocéis, Negrita. La verdad es que no debí pensar mucho para ponerle ese nombre tan original.
Con anterioridad ya habíamos intentado con los amigos domesticar algún ciquilín (cernícalo, águila pequeña) pero había sido un fracaso, lo único que conseguimos fueron picotazos y arañazos por todas las partes, al no utilizar ni tan siquiera guantes para cogerlos. Lo que nos llevó a decidir soltarlos en su hábitat natural y olvidarnos de ellos.
Domesticar a Negrita fue muy distinto. No sufrí ningún daño físico, a no ser algún pequeño arañazo en la cabeza por algún aterrizaje forzoso, ya no sé si fue por error o intencionado, ya que mi brazo era lo bastante largo para poder aterrizar.
Era verano por lo que tenía mucho tiempo para dedicarle a mi Negrita. El primer problema fue donde ponerla. No quería encerrarla en una jaula. Deseaba que ella se encontrara con un poco más de libertad, por lo que pensé en ponerla en un granero en la parte alta de la casa, donde antiguamente se guardaba el poco grano que se cogía para que se conservara seco, pero, debido al trabajo que suponía subirlo a un tercer piso sin ningún otro medio que unas talegas (sacos estrechos y alargados) con los que lo subían al hombro, los graneros dejaron de utilizarse como tal y se acondicionaron en muchas ocasiones los antiguos pajares para éste fin.
El segundo problema fue convencer a mi madre, porque,… quién le decía que le iba a poner yo un cuervo en el granero de su casa. No sé cómo, pero la convencí. Supongo que debió pensar que nuestra relación duraría poco tiempo.
Lo más complicado fue enseñarle a comer. Al principio solo la alimentaba con pan mojado y agua. Aunque pronto se acostumbraría a comer sola, yo pensaba que si algún día se marchaba de mi lado debía acostumbrarse a comer otras cosas, porque en el monte naturalmente no encontraría pan mojado. Por ello, con la ayuda de mis amigos, en numerosas ocasiones fuimos al monte, a los rastrojos (campos de trigo ya recolectado), donde con una caña cada uno, nos dedicábamos a la caza de saltamontes, grillos, etc., llegando a ser grandes expertos en el tema ya que la Negrita se comía tantos saltamontes como le cazábamos. Supongo que esa dieta le gustaba más que no la del pan mojado.
Poco a poco fuimos cogiendo confianza el uno con el otro, hasta el punto que venía volando a buscar su comida a mi mano, pues el granero era lo suficientemente grande para realizar pequeños vuelos, y donde con una simple madera y una cuerda yo me había hecho un columpio ya que en los pueblos pequeños no solía haber ningún parque, aunque tampoco los necesitábamos, ya que el mismo pueblo y sus alrededores era para nosotros un gran parque.
La Negrita no era tonta. En cuanto me olvidaba un poco de ella, no paraba de llamarme como queriendo decir, – Ey! Que estoy aquí y no me has traído mis saltamontes. Bueno la verdad es que entre ella y yo ya había algo más que una pequeña amistad,
Por fin llego el gran día. Abrir la ventana del granero para que mi querida Negrita tomara una de las decisiones, supongo, más difíciles de su vida. Volar nuevamente a su mundo natural, de donde la habíamos arrebatado, o quedarse con migo.
Era un día soleado del mes de julio por la mañana cuando después de jugar un rato con ella abrí la ventana. Bajé corriendo al corral, desde donde la llame: Negrita, Negrita. También le silbé.
Al momento apareció en la ventana, toda extrañada, mirando los saltamontes que yo tenía en la mano, y a su vez el cielo azul. Transcurridos unos segundos, comenzó a volar eligiendo el cielo azul y por supuesto su libertad.
Yo no me había hecho la idea de tenerla para siempre, pero sí me hubiera gustado tenerla unos días más a mi lado, por lo que sentí una gran tristeza al ver como se alejaba, y sin tan siquiera decirme adiós, después de pasar tantos ratos juntos. Seguí llamándola durante un buen rato, pero fue inútil, la Negrita desapareció de mi vista. Pasado un tiempo, cuando me disponía a entrar en casa, creí oír a la Negrita que me estaba llamando. Giré mi vista rápidamente hacia el cielo y allí estaba ella, radiante, con su plumaje completamente negro y parada en lo alto del tejado. Me miró toda extrañada como queriendo decir: “Que no te he abandonado, que solo me he ido a dar un vuelo de reconocimiento. Después de tantos días en el granero creo que tengo derecho a gozar un poco de mi primer día de libertad absoluta.”
Volví a llamarla nuevamente y esta vez la Negrita si se comportó como un gran pájaro agradecido bajando rápidamente del tejado con un suave planear y aterrizó perfectamente en mi brazo.
La alegría fue tal que es difícil explicarla con palabras.
La coloqué en mi mano y mirándonos los dos la acaricié dulcemente. Ella me correspondió con algún que otro picotazo.
A partir de ese día fue mi compañera inseparable, al igual que de mis amigos durante todo el verano. Recuerdo perfectamente lo contenta que se ponía, cuando íbamos de excursión con mis amigos y las bicicletas a visitar los pueblos vecinos. Colocada en el manillar lo hueca que iba ella mirando el paisaje y a la vez dándome algún que otro susto, cuando de pronto arrancaba a volar inesperadamente, sin avisar.
Cuando se cansaba de volar volvía a aterrizar en mi hombro o en la cabeza. Supongo que querría gastarme alguna broma ya que lo de cabeza no me hacía mucha gracia. Cuando llegábamos a los pueblos lo primero que llamaba la atención era por supuesto la mascota que llevábamos, ya que no era muy normal ver a una corveta amaestrada. Jugábamos nuestro partido de fútbol mientras la negrita sobrevolaba todo el pueblo y luego esperaba paciente nuestro regreso.
Uno de los sitios preferidos donde solía posarse era en lo alto del campanario, supongo por la buena vista que desde allí tenia, y donde yo solía ir a buscarla cuando llevaba mucho rato sin aparecer. A veces también se iba de excursión por su cuenta a buscarse saltamontes, porque nosotros ya nos habíamos cansado de cazárselos y solo íbamos de vez en cuando.
Si no se encontraba muy lejos, al oír mi llamada, siempre me contestaba apareciendo por allí volando, la verdad es que no me lo creía ni yo.
Al granero solo solía ir a dormir, supongo que se sentía más segura, ya que para ella fue su segundo nido. Pero de día llevaba la misma marcha que nosotros, a jugar todo el día.
El verano desgraciadamente para nosotros llegaba a su fin, muchos de mis amigos que habían pasado allí las vacaciones regresaban a su lugar de origen. Eran un poco tristes aquellas despedidas, pero el colegio nos estaba esperando.
El primer día que fuimos a la escuela, no se me olvidara nunca, supongo que la Negrita estaría desconcertada al no encontrarnos por ningún sitio. No sabría qué pasaba, por qué habíamos desaparecido todos los niños del pueblo dejándola abandonada. Eran las doce de la mañana cuando ocurrió algo inesperado que altero la clase. En una de las ventanas alguien llamaba en el cristal, – Os imagináis quien era ¿verdad? Pues no os equivocáis. Era la Negrita que con su pico nos llamaba para decirnos que ella también quería venir a aprender algo en la escuela.
Que ¿cómo nos encontró? No lo sé. Todavía sigue siendo un misterio para mí ya que no la llamé en toda la mañana para evitar lo inevitable.
No hubo más remedio ante la insistencia de Negrita, y el revuelo de la clase, que abrirle a Negrita la ventana y hacer la correspondiente presentación a una maestra toda perpleja por lo que allí estaba sucediendo. No sé si aprendió a leer, pero todo el tiempo que duró la clase estuvo muy atento observando desde lo alto de un armario.
A los pocos días de comenzar el curso escolar, no sé si porque la habíamos abandonado algo, o porque un día u otro tenía que suceder, salí de clase para ir a comer, la llamé por todas partes y la Negrita no aparecía.
Pensé que se había ido de excursión por su cuenta en busca de saltamontes, pero lamentablemente para mí esa fue su última excursión. Supongo que la Negrita decidió que ya era la hora de volver a su habita natural con los demás pájaros de su especie. Para ella igual que para mí supongo fue una decisión bastante dura pero pienso la más acertada. Por mi parte, ya me iba mentalizando que esto algún día iba a suceder, pues veía pasar por el cielo bandadas de corbetas que la llamaban.
Durante varios días seguí llamándola en vano. No os lo vais a creer, pero aun hoy, después de tantos años, me emociono al escribir estas líneas, y recordar aquel verano tan maravilloso que pasamos en compañía de, MI QUERIDA NEGRITA.
En Morilla, a 5 de agosto de 2006, Vicente