el gran silencio

Ahora que ya  casi han pasado tres años del confinamiento habría que recordar cómo durante esos días el sonido de la naturaleza volvió a ser perceptible como pocas veces lo ha sido  en este antropoceno  que nos ha tocado vivir. La primavera, esa estación de los amores a la que cantaba Battiato, se manifestó sin ser convocada, exuberante. Llovía como solo llueve cuando vas sin paraguas mientras el autillo del parque de la Paz cantaba como cantaban los autillos que aún no tenían nombre ni especie. Emergió también el silencio, un silencio de agua  helada que  revelaba nuestra  soledad, será porque para poder escuchar es imprescindible  el silencio.

Esos sonidos nos domesticaron, sobre todo a algunos. Un vecino me contaba que ponía en hora el reloj al escuchar al ruiseñor de madrugada y después, ya sincronizado, se tomaba el primer carajillo, pues las buenas obras se empiezan por la mañana. Yo creo que ya bebía antes,  sonámbulo,  por si el ruiseñor se hubiese enamorado  e hiciese eso que hacen los enamorados y los críticos taurinos: madrugar poco.

Por la tarde, si quedaba anís, sacaba la minicadena a la terraza,  limpiaba un disco de vinilo pasando por encima la manga empapada en  el licor y ponía Las pequeñas cosas con esa elegancia lumbar con la que los banqueros  saludaban en  Sodeto hace unas navidades. Y yo, que soy todo un padrazo, cogía a todos mis hijos, a los siete u ocho, los sacaba al balcón para que pidiesen otra, más por ver cuánto anís quedaba que por la canción, aunque reconoceré que les terminó gustando. El anís, digo. Lo confirmó el más pequeño, que ya está en esa fase en la que ya se le entiende todo (etapa holofrástica, para los de google) :

– En esta casa, ¡antes  dipsómanos que melómanos!

Más tarde, y ya todos inspirados, me pedían que escribiera  lo que denominan con indisimulado ánimo peyorativo paridas de esas tuyas, infravalorando esta suerte de petaliteratura de la que solo hemos hecho  gala dos autores hasta el momento,  aunque no recuerdo  quién era el otro. Por no entristecerlos, sacaba el cuaderno, un lápiz y una goma (siempre arriesgo) y escribía  simpares textos con el noble propósito de enviarlos a concursos de jurados  incorruptibles, inamovibles y fieles a sus principios, como Toni Cantó. De momento, me contento con mandar cosas a esta revista con la sola intención de tener  más lectores que Juan Carlos Marco, compañero de sección  del que se rumorea que paga para que lo lean. Juan Carlos, desde aquí te lo digo: asumo que cobres el triple que yo, que fabules (vulgo mentir) y que cuentes historias en aragonés, pero pagar por leer está muy feo. Y no vale lo de es el mercado, amigo. Sospechosamente,  no hay número en el que, de soslayo, hablen de él en diferentes artículos: lo de un marco incomparable huele a soborno que mata. Al ofrecerle desmentir o confirmar esta noticia, la declinó: notitia, notitiae, contestó enigmático. Y yo me veo en la obligación de publicar esta información y tirar de la manta sin contemplaciones, faltaría más.

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