Siempre hay que reservar un tiempo para la poesía, por más ocupado que uno esté, pues de no hacerlo la vida se convierte en una insufrible sala de espera en la que la lectura se reduce a esas insustanciales revistas manoseadas, incapaces de suscitar ni la curiosidad ni el asombro:
La gente espera…
en la cola de los autobuses
o dentro del estruendoso metro
la gente espera,
aunque del asfalto solo asome la tardanza
e inquietud de la raíz de la tierra.
Así, con esperas en medio del vertiginoso acontecer de nuestras vidas en las ciudades, bien distinto al ritmo pausado y seguro de la naturaleza, empieza el libro de Jesús del Real que no en vano se titula “Raíz y brote” (Huerga y Fierro, Madrid, 2015), y en el que versos como
Acerca las horas y escríbelas,
escardilla, abre surcos, siémbralos,
que en enredadera florezcan
huertos, de tus palabras llenos
o como estos otros
Serán tus manos las que caven surcos en las páginas
y un canto atraiga semejantes sueños
nos recuerdan insistentemente que la palabra cultura deriva de cultivar, y que ambos son y deben ser los trabajos humanos (todo lo demás son meras antesalas al vértigo, con entretenidas pero insulsas informaciones manipuladas), aunque, a pesar de todo –y este final es lo mejor de aquel primer poema del libro- queda un instante íntimo que abre, casi imperceptiblemente, un reducto a la esperanza:
Aún así hay un mínimo silencio
inmediato al decreto del bullicio
donde la conciencia del habla no es evidente
y la mirada, intacta de luz,
aguarda del amanecer
un prodigio revelador del día.