Escaleras de la Barbacana. Foto: Luisa Fernanda Barón Cuello.– Me voy- contestó Pablo.
– Pero… ¡no tienes por qué irte así! – le replicó Miriam.
– Lo sé pero esta es la única manera que yo conozco para hacerlo, si me quedo más me harás más daño.

Pablo agarró su chaqueta y dando un portazo dejó todo sin mirar atrás. Cuando llegó a la calle miró al cielo pero la altura de los edificios le impedía ver con claridad su inmensidad. A los lejos vislumbró un pequeño haz de luz e hipnotizado por ella la siguió. Anduvo por las calles sin rumbo y perdido buscando algo pero sin saber exactamente qué. Sus pasos le condujeron hasta la emblemática plaza de la Candelera. Un repentino pensamiento se coló por su mente y siguiéndolo encaminó sus pasos por la pequeña cuesta. Subió las escaleras que le separaban de las que le llevarían al final de ese sufrimiento.

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Se paró en medio de la calle Esperanza y miró hacia arriba contemplando el cielo, un cielo limpio, impoluto, claro, sin nubes, un precioso cielo de un triste día de otoño. Giró la cabeza a su derecha y tras una ojeada rápida, tan solo pudo apreciar una vieja y estrecha calle que al final parecía tener un corto final. Así se sentía él, un espíritu viejo en un cuerpo joven, un hombre al que poco a poco ella había ido oprimiendo hasta dejarlo acorralado en un callejón aparentemente sin salida.

Introdujo la mano en el bolsillo derecho de su viejo pantalón tejano, quería asegurarse de que aún seguían allí. Los agarró con rabia y los estrujó, sus cortas uñas se toparon con la tibia piel de su mano y apretó fuerte. A medida que ejercía más presión, más se clavaban en su mano. No sentía dolor físico ya que el dolor en su alma y en su corazón era mayor que el que él mismo se provocaba.

Dio un paso y se plantó delante de las escaleras que le llevarían a la Barbacana. Las miró y con decisión comenzó a subirlas. En cada escalón dejaba caer su pie con fuerza y para sí mismo comenzó su rosario personal.

“Uno, -y subió el primer peldaño- por el amor que te di Miriam y que rechazaste cada vez que me acercaba a ti. Dos, -subió el siguiente- por todos los desprecios que he soportado durante estos interminables dos años. Tres, por los insultos que me regalabas diariamente…”

Pablo continuó subiendo las escaleras y en cada peldaño dejó un trocito de su tortura y su calvario. Descargaba su lastre y en cada paso su carga era cada vez más ligera.

“Y el último, – llegó al sexagésimo noveno escalón- por las innumerables humillaciones que sufrí estando contigo”.

Había llegado hasta arriba y respiró profundamente, aunque se había liberado de la que había sido su inseparable mochila durante todo este tiempo, aun sentía una ligera opresión en su pecho.

El tibio sol de aquel día de otoño brillaba en lo alto, de nuevo miró hacía arriba cerró los ojos y dejó que lo bañará recibiendo toda su fuerza.

A los pocos minutos los abrió sintiéndose un ser vivo y no aquel en lo que se había convertido al lado de la que era aún su mujer, Miriam. Contempló todo lo que tenía a su alrededor. Desde ahí arriba las vistas eran espectaculares. Se encaminó hacía la peñeta para contemplar una amplía vista de su ciudad natal, Barbastro. Allí todo parecía mucho más fácil, se sentía grande al ver a lo lejos los edificios que formaban la ciudad y vivo en medio de la vida viendo las montañas y el discurrir del agua del río Vero.

Una brisa acarició su cara y metiendo la mano en el bolsillo decidió que ese era el momento, la sacó llevando en ella un montón de papeles rotos y estrujados y lanzándolos al viento dijo:

“¡Jamás, nunca jamás, voy a dejar que me hagan daño! ¡No permitiré que nadie maneje mi vida!¡Yo soy el único que tiene ese poder! ¡Nunca más Miriam podrás hacerme daño, hoy es el primer día de mi nueva vida!.”

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