Su espejo tenía algo especial. No era curioso, ni artístico, ni luminoso, pero le atraía. Le transmitía una sensación de calidez de causa desconocida, pero de un efecto reconfortante imposible de negar.
Había llegado a Cairns tras un largo periplo que empezó el día de la muerte de su mujer. Un hecho inesperado que le dejó desaparecido, hundido en una nebulosa de incredulidad, abatimiento y muchos recuerdos. Habían compartido cinco años en un abrazo, el tiempo ceñido y el camino incesante. Ambos sentían la necesidad del pájaro enjaulado por mirar más allá de los alambres, siempre dando zancadas sobre sí mismos sin encontrar la puertecilla que abriera el acceso a su libertad.
Singapur parecía un destino adecuado para encontrar el sosiego con el que plantarse y verdecer, para ver surgir retoños de su tronco geminado. Sí, lo hubiera sido a no ser por aquel golpe de mar que hundió su velero y que la empujó por ese tobogán de fiebre, luego diarreas y convulsiones y sin remedio en la agonía final ante la desesperación y el terror a la soledad de él.
Él pensaba en lo injusto de haber sobrevivido. No haber muerto con ella le mataba en cada pensamiento. Por eso la recuperación fue un proceso lento. Fue una mejoría a contracorriente, abúlica y tutelada. A pesar de todo, el cuerpo se rehizo como para salir de aquella ciudad, túmulo del otro lado de sus besos. Y saltó a Australia y llegó a la inmensa costa del Pacífico a esas playas de blanco interminable, lamidas por azul y resguardadas por el bosque tropical. La naturaleza era su estímulo espiritual y por eso se quedó en Cairns a trabajar en la exploración de la barrera de coral.
Hacía pocos días que tenía aquella vivienda aunque no la habitaba a diario porque vivía durante la semana en el mar. Así que apenas había dispuesto de tiempo para analizar la sensación que recibía del espejo del lavabo. Era como el tacto de una caricia, un abrazo. Sentía el calor que rodea a un cuerpo cuando es abrazado por otro. Algo difícil de creer y por supuesto imposible de contar.
La larga tarde de aquel día de verano ya vencía y con la mínima luz del atardecer entró en la casa. El calor, junto con la humedad, le había hecho sudar y decidió darse una ducha. Salió del plato de la ducha realmente relajado y estiró la mano hacia la toalla. La cogió y se secó la cara y los ojos. En ese momento, enfrentado al espejo percibió delineados en el vaho unos trazos, unas letras y al fin un dibujo perfectamente perfilado de una figura femenina. Miró y remiró sin poder creerlo. Esa figura era una reproducción exacta de una foto de su mujer cuando llegaron a Singapur, trazo por trazo, línea por línea.
De tanto mirar absorto y nostálgico empezó a llorar. Entonces recuperó con total intensidad aquella sensación de procedencia misteriosa. Se dejó llevar por la emoción y antes de que la humedad desapareciera del espejo, se acercó al dibujo y se fundió en un beso.
Hoy le podrás ver aún, ya anciano, como lo vi yo en la puerta de su casa en Cairns, al borde de la playa, con los ojos hundidos en el mar y los labios sin despegarse de su espejo.
Un relato precioso. Hay personas que llegan a nuestras y cuando desaparecen, por el motivo que sea, dejan un gran vacío.
Me encanta compartir contigo y con los demás este espacio.
Saludos
Gracias Luisa Fernanda. El éxito nunca está en uno mismo sino en los demás. Ser colectivo me encanta porque se multiplica uno y las células de vida se reproducen con más viveza.
Salud. Nacho