Porches de la plaza del Mercado, Barbastro. Foto: Luisa Fernanda Barón.Nos vamos.

Sé que mi madre va a entender la decisión que he tomado, ella mejor que nadie. No es  una cuestión fácil, me ha llevado mi tiempo. Pero ahora no me voy a echar atrás, es cuestión de valor y de fe. Fe en un futuro incierto, pero estoy segura que será mejor que la existencia que tenemos, mi hija y yo, desde hace unos años. Hoy me siento fuerte y espero que sea así de aquí en adelante.

El sol de la mañana calentaba el rostro de Ángela, sentía que su calor le infundaba ánimos. Se paró y con ella, sus pensamientos se congelaron, cuando las sombras que proyectaban las columnas de la plaza del Mercado de Barbastro cubrieron su cara. Miró como si fuera la primera que vez que las hubiera visto, pero no era su forma lo llamó su atención, sino el conjunto variopinto de formas y tamaños. Observó las primeras que tenía a su derecha, altas, segura y gallardas; un pensamiento en forma de advertencia acaparó su mente; una ligera comparación con su vida, con su marido le vino a la cabeza. Se preguntaba si tal vez solo eran fachadas, así como lo que ella estaba viviendo en su matrimonio.

Adelantó la vista sin mover un paso de donde estaba, junto a la primera columna del porche. Sus ojos se detuvieron en el cambio tan singular que había. Una remodelación, una cambio sombrío y sobrio, así se convirtió su vida cuando nació su pequeña. Esperanza, como así la llamaron, significaba para ella mucho más que un nombre, era una ilusión y una fe depositada en una personita, que creía que le salvaría del calvario donde se había metido sin saberlo. Cuando su mirada siguió buscando las siguientes, las lágrimas se amontonaban en sus preciosos ojos grises con ganas de salir; todo le recordaba a él, pero estos últimos años estaban siendo los peores. Su paciencia estaba llegando a un límite.

Los porches antiguos con sus desgastadas vigas de madera, le recordaban cuál era la esencia de su marido, una esencia arcaica y destructora. Pasó rápidamente la mirada por las viejas columnas y cuando se terminaban los porches, vio la luz.

Se limpió los ojos  con  el dorso de la mano dispuesta a apartar esos pensamientos, porque olvidarlos no podía. Con paso decidido y pensando en el futuro que aun tenía por delante cruzó el porche con la sensación de triunfo. Pisoteaba, cada vez que su pie tocaba las losas de la plaza, los sufrimientos pasados, las noches en vela, las amargas lágrimas derramadas.

Había cruzado el porche y miró hacia atrás. Suspiró y cogió el rumbo deseado.

“¡Mamá tantas veces me cuestioné por qué mi padre te pegaba, que hasta que no lo he sufrido en mí misma no lo he entendido! Aunque realmente sigo sin entenderlo, al principio pensaba que tú eras la culpable. Creía que no hacías lo que él quería. Cuando me casé y mi marido empezó a golpearme, me juré que yo no sería como tú, que le complacería en todo.

¡Qué equivocada estaba!, jamás se les puede complacer en nada, porque no hay nada que realmente lo haga. Todo lo que hacía estaba mal, todo lo que decía era una estupidez.

Me duele porque ya no estás conmigo para poder contarte todo lo que me está sucediendo y para decirte que se acabó, yo no soy la culpable. Soy una víctima de una mente enferma. Sé que desde el cielo, me ves y hasta a veces pienso que me cuidas, ¡podría haber muerto en tantas ocasiones…! Pero se ha acabado, conocí unas personas que me están ayudado mucho y mañana mismo salgo del infierno para ir al paraíso, aunque seguramente no sea así, pero estoy segura que tú me entiendes, cualquier sitio es mejor que el hoyo donde estábamos Esperanza y yo. No solo lo hago por mi mamá, sino también por ella. No quiero que mi hija vea lo que vi y que le parezca normal. La vida es, ¡tan diferente ahora!, es una pena que antes no hubiera ayudas para las mujeres maltratadas. No somos escoria, como dice él. Somos seres humanos, somos mujeres que traemos vidas para que el mundo no se acabe. Somos algo más que carne para pegar y descargar la furia, somos personas con sentimientos y corazón; y ante todo, mamá, me han enseñado que a pesar de las diferencias físicas somos iguales.

Angela sacó las manos de sus bolsillos y poco a poco estiró los dedos. Había tenido hasta ese momento los puños apretados, pero era ya la ocasión de soltarse. Caminaba con la idea que toda la rabia se perdía por sus dedos.

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