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Con la definitiva cristianización por Pedro I, en los albores del siglo XII, comenzó el despegue de Barbastro. Colaboró con ello la Iglesia, al trasladar allí la sede episcopal desde Roda de Isábena. Siglos después, Barbastro no le daría buen pago con el linchamiento de religiosos en el verano de 1936, fusilados por anarquistas de la columna Ascaso sin formación de causa. Y sin causa. Las armas que buscaron a los claretianos nunca aparecieron porque no había. Algo más a amortizar en nuestra historia y, felizmente, bastante amortizado.
Pero el despegue de Barbastro no fue un caso aislado, sino que se produjo en el despegue general de Aragón, en lo que tuvo no poco que ver el joven conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV. Al morir sin descendencia Alfonso I, dejó el reino aragonés a las órdenes militares religiosas, lo que produjo un rechazo mayoritario de la nobleza. El conflicto estaba servido. Alguno de sus antecesores no hubiera dudado en lanzarse a la batalla y coronarse a fuerza de sangre, pero el nuevo conde, sin duda más inteligente, buscó el camino de la política y las alianzas. Acudió en persona a la ceremonia en León donde Alfonso VII, su más amenazador enemigo potencial, se invistió Emperador de las Hispanias. Apoyó la candidatura del hermano de Alfonso I, quien finalmente se coronó rey como Ramiro II de Aragón, y celebró esponsales con la hija de éste, Petronila, cuando ella tenía sólo un año. Pagó generosas rentas a las órdenes militares para sosegarlas y juró vasallaje a Alfonso VII en las tierras al oeste del Ebro. Y a continuación reorientó su política expansiva hacia Occitania. Su madre era provenzal y él mismo viviría sus últimos días en el Piamonte. De hecho, en Aragón lo vieron poco, lo que contribuyó a no despertar antipatías. No obstante, a la muerte de Ramiro II, pretendió junto con Petronila entronizarse ambos como los reyes de Aragón que nunca fueron. Ella no podía por mujer y él por no ser aragonés. Su unión fue meramente patrimonial, ya que los dos territorios conservaron sus fueros, sus dinastías, su idioma. La franja ribagorzana nació por eso. Pero el hijo de ambos sí reunía los requisitos y se convirtió en Alfonso II, el primer rey de Aragón que fue al tiempo conde de Barcelona con legitimidad. Aragón se asomó al fin al Mediterráneo. Y a un nuevo y trascendente futuro.
Para el siguiente y definitivo episodio hubieron de pasar dos siglos y medio, al morir Martín el Humano sin descendencia. Barcelona ya había fagocitado a otros condados de la Marca Hipánica, excepto a su eterno rival, Urgell, de donde era conde Jaume II, quien vio llegada la oportunidad de sentar sobre sus sienes la corona de Aragón. Representantes de Aragón, Cataluña y Valencia se reunieron a parlamentar en Calatayud, pero un clima bélico auspiciado desde Jaume II dio al traste con el debate. Todos salieron por pies. En el último momento, uno de los compromisarios del conde, Berenguer Bardaxí, consiguió un acuerdo para resolver el litigio por vía parlamentaria y no por las armas. Ello no impidió que Jaume II conspirase hasta conseguir el asesinato del obispo de Zaragoza. Pero la intervención del Papa Luna, partidario decidido de la solución pacífica (la guerra hubiera dividido a los bandos entre partidarios de un Papa y del otro, en pleno cisma de Occidente), facilitó el compromiso de Caspe. Nueve compromisarios, tres por país, votaron entre seis candidatos, todos (incluido el propio conde de Urgell) pertenecientes al linaje real de Aragón. El preferido por Castilla era Fernando de Trastámara, que esperaba los votos de Aragón, insuficientes. Pero un compromisario de Urgell, Bernardo Gualbes, votó por Fernando y arrastró dos votos valencianos. El tercero se fue a la abstención y Urgell se tuvo que conformar con los dos restantes. Los catalanes hicieron solemne declaración de haber actuado en todo momento con entera libertad y sin intimidaciones. Declaración que repitieron a su vuelta ante el propio conde. A éste le sentó a cuerno quemado la resolución, pero no a la plutocracia barcelonesa, deseosa de abrir vías comerciales al oeste del Ebro. La pela aún no se había inventado, y la pela ya era la pela. Aragón no se asomaba ya al Mediterráneo, se zambullía en él. El compromiso de Caspe marcó un hito en la historia de las sucesiones dinásticas: dejar el conflicto a las instituciones y no a las armas. El futuro se llenaba de luz.
Sin embargo, con el paso de los siglos aquella luz se ha ido extinguiendo. Si buscas noticias actuales y agradables de Barbastro, más allá de las crónicas negras del covid, lo más probable es que te encuentres con la excelencia de sus vides y de sus caldos. Insuficiente. El propio Joaquín Costa, ardiente defensor de la construcción de canales, pantanos y pozos (lo que entonces era la base del progreso), dejó dicho: “Los siglos venideros proseguirán la obra e irán apresando y derramando por el suelo español nuevas masas de agua que hoy se pierden sin provecho para nadie en el mar”. Los logros inmediatos, la ley de Riegos y la Confederación Hidrográfica del Ebro, más el tardío de la construcción del pantano de El Grado, siguen siendo insuficientes. Lo importante es que los años venideros recuperen ese espíritu de progreso abierto a todos que Costa reclamaba. El futuro está esperando. Las medidas que se toman para incentivar ferias y otras iniciativas no sobran pero tampoco bastan. Lo que sobran son fronteras. La franja y su discusión ¡actual! parece propia del medioevo. La propia raya de Portugal (así llaman en Castilla y Extremadura a la frontera) tiene hoy menos entidad que la franja. No se trata de debatir si cruza o no la Ribagorza. Se trata de moverla muy lejos, hasta que los peces del Mediterráneo vuelvan a lucir en sus lomos las barras de Aragón.
Porque las barras, nadie lo dude, son de Aragón.