Este verano he leído «La forja de un rebelde», la autobiografía de Arturo Barea en tres tomos. Barea fue un republicano que se exilió en Inglaterra tras la guerra civil, y se dedicó a escribir y radiar entretenidos programas para la BBC, con destino a Hispanoamérica. En nuestro reciente viaje a Inglaterra, camino de Oxford, nos desviamos para visitar el pueblo donde vivió Barea y su taberna preferida, The Volunter.
El primer libro trata de su infancia, la vida tan dura de las familias pobres en los suburbios de Madrid, a comienzos del siglo XX. Su madre era lavandera en el Manzanares, viuda y con cuatro hijos… El segundo describe su experiencia como sargento en el Rif, norte de Africa, cuando comienza la guerra con las cabilas moras, donde la corrupción en el ejército estaba muy extendida. El último libro trata sobre la guerra civil, y su labor como censor de las noticias que los corresponsales extranjeros enviaban a sus diarios. Su puesto de trabajo estuvo en la sede de la Telefónica, objeto de los obuses del ejército de Franco.
El primer libro («La forja») reitera las tistes escenas que hemos leído en Pío Baroja, o Pérez Galdós, que, a diferencia de los anteriores, Barea sí conoció. El tercero («La Llama») se ha considerado como uno de los que mejor reflejan el sitio de Madrid, aunque, a mi parecer, «Espejo de sombras» de Felicidad Blanc (tan vinculada a Barbastro) no le anda a la zaga.
En sus observaciones Barea no pierde ocasión para mostrar su contrariedad por los gritos tan extendidos en las corralas madrileñas…, en las cantinas militares de Ceuta…, los mercados del Rif…, las tabernas republicanas…, o los compañeros de trabajo de su programa de radio, durante la guerra civil. Cuando los gritos eran atronadores entonces los define como gritos «a cuello herido».
Leí que algunas personas tienen un sentido sensorial más agudo, o desarrollado, que la media del resto. Es posible que Barea fuera uno de ellos. Eso mismo pensé de mi hace muchos años, en una zapatería de Barbastro: la cajera tenía en la mesa una radio de automóvil, conectada a una batería de 12 voltios. La onda estaba mal sintonizada y el sonido era una molesta «pedorreta»; al resto de clientes no parecía molestar aquel ruido que a mi me nublaba la capacidad de elegir zapatos… Dudé en marcharme y volver otro día, o suplicar a la cajera que sintonizara mejor la emisora, que es lo que hice; muy amable corrigió el defecto y, de inmediato, recobré el criterio para acertar en la compra: fueron de ante granate.
Un amigo que vive en Madrid me ha dicho que su hija ya no quiere volver más al teatro porque en la última obra tres mujeres sentadas a su espalda se pasaron el tiempo comentando la representación… Y una conocida me acaba de decir que ya no se apunta a los viajes de una agencia en autobús, por España, porque en el último dos matrimonios se pasaron el viaje hablando en voz alta, y ella quiere ver el paisaje en silencio, hablando consigo misma…
Cuenta José María Pemán que cuando Falla compró una casa en el barrio del Realejo, en Granada, (cuyas puertas y ventanas pintó su amigo Zuloaga con el añil conocido como «Azul Zuloaga») el vendedor tenía otra casa pegada a la adquirida, y Falla la alquiló para tenerla vacía sin vecinos que le molestaran. Pero su tranquilidad duró poco porque varias manzanas más abajo, en una plaza el ayuntamiento dispuso el recinto para ferias y fiestas… Sus gestiones ante el ayuntamiento no surtieron efecto y Falla abandonó Granada y emigró a Argentina, tras dudar de asentarse en Mallorca.
Algún historiador ha interpretado que Falla se exilió huyendo de la tiranía de Franco, pero Pemán aclara que huyó de otra tiranía: la del ruido y los gritos a cuello herido.
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