Pedro Solana (Barbastro). Pronto estuvimos en el ascenso hacia el monasterio de Obarra sintiendo la presencia de la dichosa moto de la Guardia Civil a unos pocos metros, como pisándonos los talones.
Nuestro ritmo había aumentado y nos permitió alcanzar a un ciclista que se unió a nosotros. En pocos segundos, tras las presentaciones, ya éramos amigos. Se trataba de Jesús, compañero directivo del Club Montisonense de Montaña.
Para colmo, sonó repentinamente mi teléfono móvil y yo, nervioso, lo intenté responder a la vez que se oía desde la moto: «¡Ese móvil …!». «¡Está prohibido…!». ¡Maldición! Hube de colgar de inmediato y desahogué la rabia aumentando el ritmo de pedaleo.
Adolecía con el estrés de esta inesperada «persecución» y ya en los túneles de Obarra dimos alcance a otro rezagado. «Esto nos hará olvidar el apremio de la moto, que ahora cerrará a otro corredor «, me decía a mí mismo intentando animarme a la vez que encarábamos con ritmo ligero el alto de Bonansa. De hecho, su inicio ya lo marcaban los carteles de la prueba en los túneles de Obarra pero yo sabía que de sobra que lo peor son los dos últimos kilómetros.
Es como si siempre hubiera pedaleado por el interior de estos bosques inmensos, siempre acariciados por una suave brisa que se congela sorteando la maraña de troncos, bajo espesas y verdísimas penumbras.
Otro descenso tan vertiginoso como agradable nos condujo al río Baliera ya en la Nacional 260 que en apenas unos kilómetros nos haría arribar a Noales. Aquí un avituallamiento líquido nos permitió recuperar a un grupo de participantes y también abandonar definitivamente la amenaza del cierre.
Al disponer tan solo de líquidos en las mesas no nos quedaba más remedio que echar mano de los alimentos que portábamos, pues el coll de Espina se nos presentaba amenazador con sus cinco kilómetros al 7’5% sin descansos. Ya lo había advertido el inefable de Alejandro Ballesteros en sus comentarios como «speaker» en la línea la salida a primera hora de la mañana.
Era ahora cuando más fustigaba el sol cuyo brillo nos deslumbraba y esto me hacía buscar en cada revuelta de la carretera las sombras de los pinos que se agolpaban en interminable hilera sobre las cunetas como si de entusiasta público se tratara.
Ya casi arriba, sentí a modo de puntilla que se me agarrotaba el cuádriceps izquierdo. ¡Lo que me faltaba…! No quería bajarme de la bicicleta pues perjudicaría a mi compañero. Instintivamente masajeé con mi mano el muslo a la vez que lo empujaba con fuerza hacia abajo en cada pedalada y esto me funcionó ya que logré recuperarme.
Al coronar el alto de Espina, pasados de largo los mil metros de altitud, el bosque y el paisaje se abrieron. Nos inundó de nuevo a plena luz el sol sobre el verdor claro de los pastos de montaña y allá enfrente apareció majestuoso el macizo de Posets, aún nevado sobre las crestas afiladas de la sierra de Chía.Ya casi estábamos al final de estos dos últimos collados, Espina y Fadas.
Al llegar a Las Paúles, recibimos calurosos ánimos de las voluntarias que atendían el avituallamiento con garbo pero por desgracia ya no quedaban plátanos. ¡Vaya rémora esto de llegar tarde…!