Habré de aclarar antes de nada, querido lector, que el autoexordio o toda suerte de publicidad acerca de mí mismo es una de las asignaturas que suelo suspender con harta frecuencia. Si me encontrases en plena calle, sorprendido fuera de mi escondite mediocinqueño, advertirías hasta qué punto una patente ingracilidad y un fuerte acento local pueden dar al traste con cualquier pretensión de pasar por literato, amigo de las musas. De ahí que le agradezca a José Luis Pano esta oportunidad de camuflarme una vez más en la palabra escrita a la hora de dar fe de mis trabajos y mis días. Lo libresco, a fin de cuentas, es mi versión de la vida como último bastión.
Alguien, en el lejano Gijón que por azar o por destino es mi patria literaria, dijo ya en su día que mi literatura es un hortus conclusus, un espacio cerrado a un excesivo número de miradas, en el cual la imaginación y la metáfora gozan de un oscuro protagonismo. Aseguran los críticos que el escritor profesional escribe para un público, mientras que el autor aficionado escribe para sí. Puesto que yo soy multitud, personalmente no encuentro la hora de resignarme a tal clasificación. Quiero decir que en mi interior hay otro que me habla, informándome sobre una vida que dista de ser la mía. Él es quien sabe de África o Asia, del mar y del desierto, de los monzones del Índico o las sequías en la estepa escítica. Yo me limito a traducir su existencia de contrabandista o mercenario a una narrativa cuya bienintencionada poesía es mi parte de la aventura. De ahí que Beni Ibor afirme que no me reconoce en lo que escribo.
Fruto de esa anécdota son tres libros apadrinados por Trea Ediciones, pulcra editorial cuyo capitán, Álvaro Díaz, obra para mí como segundo padre. ¿Habré de añadir que no me ha acompañado la suerte? Éxito y fracaso gozan de una frontera permeable en la que todo resulta relativo, siendo como es el nuestro un país con miles de meritorios inéditos. Acostumbrado a ciertos reveses de la fortuna, no tengo por demérito la mejorable difusión de unos textos no cuantificables en su número de ventas, sino en la posibilidad de testimoniar una determinada aproximación al hecho literario. Fanático a la hora de escribir lo que me gustaría leer, echo de menos lo poético en lo narrativo y un largo viceversa. Tal la justificación o apología de una obra que no olvida lo que ya dictaminó Borges, en cuanto a lo deseable de una épica que recupere su antigua prosodia. Tal la creencia de quien nada tiene entre manos sino lo que deja por escrito.
Quién sabe. Quizás hoy este cándido pomarense, tan amante del Barbastro de los cafés y las librerías, el murmullo y la cultura, les haya informado de que, a veces, escribir no es sino poner un pie delante del otro, en un mundo de voces interiores y apuestas por la iluminación.