Siempre he pensado que la desmemoria es uno de los peores males que aqueja a la humanidad. El recurrir al olvido como lenitivo ante el sufrimiento pasado solo conduce al desaforado e irreflexivo progreso, a la angustia de la inseguridad personal y a la destrucción social y cultural. La equidad, la tolerancia y la libertad nacen del conocimiento ancestral, de la sabiduría popular, de la transmisión de valores generacional, de ahí que mi interés como etnógrafo y lingüista siempre haya sido el de acopiar este hecho diferencial.
Como novelista, me he interesado por algunos acontecimientos sobresalientes de la historia reciente: horrores y sufrimientos padecidos por las generaciones del siglo XX que, en buena medida, perfilaron nuestra triste realidad. Pero las vivencias personales (muy duras, en su mayor parte) y los recuerdos también forman parte del entramado argumental de mis novelas, siempre con la idea de que estos induzcan a la reflexión, al análisis sosegado y a la concienciación.
Escribir para enseñar, aunque más aún para aprender, ese es mi lema. Solo de la obligada consulta y la desaforada lectura puede nacer la buena escritura. Escribir para liberar esos viejos fantasmas que nos atenazan. Kafka decía que un libro debe ser un punzón de hielo capaz de romper el mar helado que llevamos dentro, y yo así lo he entendido siempre. Pero escribir en libertad, sintiéndote al margen de lo políticamente correcto o del orden social establecido, sin preocupar para nada si con lo escrito vas a molestar, incomodar o perturbar. Inconformismo y rebeldía como forma de entender la vida. La escritura como constatación viva del divorcio entre el escritor y la sociedad. A mí nunca me han hecho esa pregunta que tanto enardece a los autores de: Y usted ¿por qué escribe? Si algún día me la hicieran, lo primero que me vendría a la boca, seguro, sería: para incomodar, aunque luego no supiera focalizarlo en quién. Como dijo Javier Cercas en su día: «Escribo porque la vida es una mierda, y los hombres, un hatajo de indeseables y de cobardes».
Escribir te convierte en contestatario, y te obliga a apurar el cáliz hasta el final, por amargo que sea el acíbar que contiene. Es el precio a pagar por el escritor que va contracorriente, que ve en la escritura una subversión social. Para mí no existe ningún placer en la creación literaria: simplemente se trata de una necesidad vital, de una necesidad continuada de viajar a las cavernas de la conciencia para hacer aflorar toda la suciedad. Escribir para liberarse, pero también para intentar liberar a los demás de la asfixiante carga de la realidad (aunque uno tenga la angustiosa y continuada sensación de que todo lo que escribe no sirve para nada). Escribir, en suma, para desnudarnos ante el mundo, con la esperanza (vaga) de llegar a otros, tan perdidos y solos como tú, que, posiblemente, nos están esperando con la ilusión de saberse acompañados, queridos y arropados.