‘-Cuéntame una historia, o mejor, un secreto.-dijo ella.
–Y dime, ¿qué quieres que te cuente?-preguntó sorprendido el joven.
–Lo que sea, aquello que me haga soñar o aquello que no puedas revelar.
-Si esperas que algo de valor salga de mi interior, no te olvides de recordar que ni soy poeta, ni soy audaz, por ello, mi vida a tu lado es aquello que podré narrar.
-Y, ¿qué me dices de una historia en la que nada sea realidad?
–¿Cómo? No sé de ningún cuento.
-Pues eso es lo que te pido, que intentes relatar, porque estoy cansada de oír historias basadas en lo real. Necesito que con tus palabras puedas inventar. Pero sobre todo, que en cada uno de los párrafos, me hagas soñar.
Sorprendido, el joven contestó:
–No creo que tus intenciones vayan más allá de lo estrictamente irracional.
-¿Eso crees? Nunca es bueno el suponer. Aunque en este caso, es oportuno el creer.
-Entonces, sin demora alguna, convertiré hechos en una utopía: «Érase una vez…»
Y ella lo miró pensativa, consciente de lo que era el día a día, cuando sumidos en una dura realidad, la sociedad es incapaz de dedicar unos momentos a lo más profundo de su imaginación, olvidando dejarse llevar por el dulce sabor de la fantasía y por el suave tacto de la ironía. Porque, tal como ya anunció Shakespeare: «La vida es como un cuento relatado por un idiota; un cuento lleno de palabrería y frenesí, que no tiene ningún sentido«.