Corría el año 1910, y un equipo de científicos, dirigido por el biólogo y director del Museo de Historia Natural de París, RENÉ JEANNEL, y por el prestigioso entomólogo rumano EMILE RACOVITZA, visitaba la sierra de La Carrodilla, a la búsqueda de simas y cuevas que les permitieran ampliar sus conocimientos sobre la enigmática fauna cavernícola y, primordialmente, la relacionada con su especialidad: los coleópteros que habitan las entrañas de la Tierra. Sus anteriores prospecciones, efectuadas en Francia y en el sistema montañoso de los montes Cárpatos, les habían proporcionado sorprendentes hallazgos, pero ninguno de la magnitud e interés como el espécimen que les aguardaba pacientemente en nuestro suelo.
A raíz de la información obtenida entre los vecinos de algunos pueblos del Somontano oscense sobre la existencia de covachos y grutas, no carente de halos misteriosos, mágicos y, en ocasiones, plena de leyendas y fantasía, pero también ante la gran variedad de cavidades de difícil exploración y acceso que se distribuyen por toda la zona serrana de nuestra comarca, optaron por visitar una profunda grieta abierta en el suelo calizo, conocida en Estadilla como Las Gralleras, ubicada al pie de la cima del pico Palomera que preside la villa. Tras la utilización de una escalera especial y de material propio para la práctica de la espeleología, finalmente lograron alcanzar las galerías de sus profundidades, lugar donde, tras un minucioso sondeo, toparon con varios prototipos de una misma familia de insectos, la denominada Catopidae, que nunca habían avistado ni catalogado. La excepcionalidad del hallazgo les obligó a ejercer un estudio más meticuloso en el laboratorio, por lo que se llevaron algunas muestras, llegando a la conclusión de que era una variedad única en nuestro planeta y que nunca se había localizado en ningún otro hábitat del mundo. La expectación al respecto entre los especialistas de aquella época fue excepcional. Inicialmente se denominó a esta inédita especie como Speophilus Carrodillae.
Se trataba de unos insectos articulados con boca apta para masticar, incluidos en el orden de los coleópteros y con compleja metamorfosis, que presentaban un par de élitros convertidos en un estuche protector, bajo los que se plegaban las membranosas y alargadas alas del segundo par. Estaban, pues, ante un arquetipo que jamás, en su larga experiencia, habían contemplado. Semejantes a pequeños escarabajos, estos insectos cavernícolas y masticadores exhibían una espesa capa de quitina de color marrón, que cubría todo su cuerpo.
En 1911 se publicaron en diferentes medios las conclusiones obtenidas. La importancia de las mismas obligó a otros expertos de diferentes nacionalidades, con posterioridad, a regresar a la precitada hendidura. Concretamente, en el año 1965 se constató la pervivencia de estos bichitos, y se trasladaron nuevos ejemplares al museo de Zoología de Barcelona para practicarles estudios con innovadoras tecnologías. Tres años después, otro equipo investigador se dedicó a examinar todas las cavidades que encontraron en La Carrodilla y, excepcionalmente, volvieron a recogerse otros patrones de este género en dos orificios ubicados al este de la sierra, en las cercanías a Purroy de la Solana, y en la cueva estadillana “Del Muchacho”. Estos recientes hallazgos aconsejaron el cambio de denominación de esta serie de coleópteros, pasando a llamarse Catopidius Depresus. Desde estos últimos descubrimientos no se han hallado hasta el momento presente en ningún otro lugar, por lo que nuestro suelo, una vez más, ha pasado a ser, en este puntual caso, un referente de peso dentro de la historia de la zoología mundial.