Esto es lo que va a tratar de explicarnos de su propia voz el protagonista sobre el que versa tan vibrante momento de la Historia, haciéndonos viajar hasta junio de 1533.
En confidencia me ha contado que lo hará en tres capítulos, a veces podrá ser muy recargado o relamido en sus formas de hablar, propias de su tiempo y rango, además el hecho de ser inglés aún hace más literaria la narración.
CAPÍTULO I: PRESENTACIÓN Y ENCARGO
Hace ya años, muchos años que mi alma reposa en las instancias inferiores de la catedral de Barbastro, de hecho, cuando me enterraron estaba recién terminada, es irónico que siendo quien soy mi morada eterna sea en un templo católico. No soy el único que reposa entre estos muros de manera anónima, ni tan seguro el más importante ni tampoco me puedo haber distinguido por hacer un buen desempeño a esta ciudad ni a su rey, tan solamente puedo enorgullecerme de haber servido a mi señor. Disculpadme, no me he presentado, mi nombre es Nicholas Hawkins, Archidiácono y Obispo electo de Ely, una ciudad cerca de Cambridge, y embajador de su majestad Enrique (VIII) ante la corte de su Sacra y Cesárea Majestad Carlos.
Mi tío y padrino fue el anterior obispo de Ely, Nicholas West, un erudito amante de las artes y del lujo, tal y como apreciar en la coro de “su” catedral, fue una persona que vivía en la opulencia pues se decía que tenía más de 100 sirvientes, fue embajador real en Francia y de él aprendí las dotes de la diplomacia, además pude recibir unos estudios al alcance de pocos, nada menos que en Eton y King`s College, una educación al alcance de reyes, tras ordenarme sacerdote rápidamente fui adquiriendo renombre y dignidades eclesiásticas, básicamente fama y dinero…a raíz de mis estudios me dejé llevar por las nuevas corrientes provenientes de Europa, allá en esas regiones del Imperio, donde predicaban Lutero o Calvino, de hecho tuve que ser “corregido” en muchas de mis posiciones, mi tío me libró de un juicio sumarísimo pero bueno, tampoco fue muy grave, un ligero traspiés, ya llegaría mi momento.
Y así fue, yo estuve cuando mi señor Enrique rompió con Roma, vi la veleidad del cardenal Wolsey, las ansias de poder de Cromwell y Cranmer y las intrigas de los otros señores de Inglaterra dirimiendo disputas heredadas hace siglos, yo vi a la reina Catalina de Aragón acudir a su humillante juicio, la Cuestión Real que llamaron, en el que solo abogaron por ella el obispo Fisher de Rochester y Thomas Moore, asunto que les costó el cuello, luego supe que el primero fue beatificado y el otro santificado aunque, como os digo, yo como seguidor de Lutero no encontraría mucho consuelo en ello, además el rey consiguió su propósito al divorciarse de la reina.
Gracias a mis dotes diplomáticas mi señor me encargó la encomienda de seguir al emperador y notificarle las noticias que llegaban desde Inglaterra. La tarea era tan abrupta como quirúrgica: solo debía presentarme ante el Emperador, decirle que su tía había sido repudiada, que mi señor abría otro frente de ruptura en la cristiandad y que mi Señora, Ana Bolena, era la nueva reina de Inglaterra. Gracias a sus ideas rupturistas con Roma y, en muchas veces, contrarias a su dogma pude acercarme a su círculo de poder gracias a mis contactos con el Cardenal Cranmer, a partir de ahí no había marcha atrás, formaba parte del partido de los Bolena en la corte, para bien o para mal.
No os preocupéis, ya os he avisado que soy un poco relamido ahora empiezo a narrar lo que me tocó vivir en vuestro reino ya que vuestro señor, no sé si ahora se puede decir así, convocó Cortes Generales en Monzón para todos sus reinos y señoríos que dependían de la primogenitura real de Aragón.
Le seguí desde Londres a Alemania, desde Alemania a Génova y desde allí desembarcamos en Barcelona. Tuve que pedir subsidios para poder continuar con el boato de la corte imperial, llena de sibarita italianos y flamencos, excesos y prudencias y siempre falta de fondos en aras del poder, por lo que he podido escuchar tras estos muros donde reposo tampoco el mundo ha cambiado tanto.
Estuvimos en Barcelona unos días y después la Corte se dirigió a Zaragoza, allí el rey dio audiencia a los mandatarios de la ciudad y, entre festejo y festejo, hizo consejo varias veces con los grandes de sus reinos, aunque no pude hablar directamente con él, los parlamentos solían acabar en discusiones siempre relacionadas con las campañas de Italia teniendo como único objetivo acabar con Francia ,reino tradicionalmente enemistado con Aragón, derrotar al turco y sus piratas, controlar al Papa, erradicar a los seguidores de Lutero y, recientemente, Inglaterra, otro frente que resquebrajaba la cristiandad, la “universitas católica”.
Ya sé que este primer capítulo es un poco áspero, ya cambiará en los dos siguientes en los que llegaré a Barbastro, donde residiré, para acudir a Monzón y a la Almunia de San Juan, donde se hospedaba el emperador Carlos.
El emperador no sólo era un rey, ni un monarca sin más, quizá vuestro Carlos I, V en el cómputo imperial, fue el último emperador de lo que vosotros llamáis Edad Media. El título de Emperador, señor del Sacro Imperio Romano Germánico, estaba impregnado de esencia espiritual, era el encargado de salvaguardar la ortodoxia de la Fe y regir los designios de la Cristiandad. Si el obispo de Roma era la mano derecha de Dios sin duda el emperador era su mano izquierda, ungido y sacro santo. Existía una disputa entre los emperadores alemanes y el papado que se arrastraba desde el siglo XIII, por cuestiones derivadas de la misma, los reyes aragoneses pudieron aferrarse al trono de Nápoles y Sicilia.
Posiblemente estas cuestiones heredadas y lo que viví puedan dar una explicación más a que la Monarquía Hispánica se convirtiese en la garante de la Fe Católica, más allá de una cuestión de honra, más allá de una mera cuestión de Fe, en una monarquía donde el mundo no era suficiente, donde al final pudo llegar a preferirse reino arruinado por muerte y guerra para Dios y el Rey que alegre, rico y lisonjero para el diablo y sus secuaces herejes. Sencillamente el emperador no podía permitir la presencia de mácula herética en sus reinos, los herederos de la monarquía católica llevarían esa máxima hasta el final.
Como os digo me ofrecieron hospedarme en Barbastro y así lo hice, en una casa digna de mi rango. Ahora me debo ausentar, en el siguiente capítulo os explicaré cómo era Barbastro durante las Cortes y como se fue acercando mi final. Aún recuerdo el bullicio de la gente de muchas naciones tantas como lugares existen, el sonido de la marcha de Aragón era la señal de la presencia de personas con sangre real, el anuncio de la entrada de los hijos de los reyes en la ciudad donde se hospedaron mientras duraron las Cortes, los infantes Felipe (II) y María, a los que tuve que ir a rendir pleitesía, aunque apenas fueran unos niños.
En unos días os seguiré contando,
En Barbastro, junio del año que se cuenta de la Natividad del Señor de 1533.