La verdad es que me cuesta horrores escuchar a determinados y autodenominados políticos de este país, más aún cuando sus ideales no solo no coinciden con los míos, sino que rozan, en cada intervención, el disparate más absoluto. Me cuesta.
Pero hay que hacerlo, hay que escuchar a todos –y a todas– porque, además de ser un sano y necesario ejercicio democrático, también es útil para hacerse una idea de en qué condiciones tenemos la cocina política patria y entender cómo puñetas hemos llegado hasta aquí.
La situación actual es innegablemente propicia para este tipo de actuaciones de observación y escucha, con un país convulso y temeroso ante la actitud de una parte que tiene al todo atento a la jugada, sin pestañear.
Pero si uno lo que se plantea es establecer un paradigma de las causas y motivos que han colocado a toda una democracia, la española, a intentar razonar con una cuadrilla de antisociales de estómago lleno, honda raíz rencorosa y mirilla intelectual desviada, no hay mejor ejemplo que Anna Gabriel, diputada de la CUP en el Parlamento catalán que, como no, el día 10 de octubre tuvo su momento de gloria al intervenir con motivo de la no –pero sí– declaración de independencia proclamada e inmediatamente pospuesta a favor de un diálogo sin interlocutores ni nada que dialogar.
La diputada Gabriel, como era de esperar, sacó a pasear el conocido ramillete de falacias y lugares comunes que sólo habitan en su mente y en la de los que piensan como ella, y así, de su discurso rancio, populista y repleto de sofismas, fueron saliendo las consabidas llamadas de auxilio de un imaginario pueblo catalán en cuyo territorio, sospechosamente parecido a Mordor, se sobrevive subyugados por la extrema derecha, no existe la democracia –por eso está ella allí y no en una cárcel bolivariana–oprimido, carente de derechos sociales y políticos, ocupado territorialmente por fuerzas invasoras, sin libertad de prensa –que se lo digan a Godó, Roures y tantos otros–, con la censura en calles y parlamentos, con un recorte en los derechos civiles que ríete tú de Corea del Norte y con los 900 heridos tan reales como quién fue, montada en un unicornio, a curarse orgullo y mano rota y salió con una capsulitis en un dedo y un ridículo considerable.
El camarote de los hermanos Marx.
Frente a esto, la R E P U B L I C A de Gabriel, (léase con sonido de arpas, cítaras y pífanos tocados por rubios serafines de pelo rizado), un Edén de refugio y solidaridad, dónde no tienen cabida ni el odio ni el racismo, tampoco el miedo ni la xenofobia, una R E P U B L I C A feminista dónde todos –y todas– tienen derecho a pan, techo y trabajo (sic), una R E P U B L I C A de independentistas sin fronteras, tal cual, como si la frase no fuese un delirante oxímoron en sí mismo que solo ella y su reducida cuadrilla de acólitos son incapaces de ver.
Y lo suelta todo terminando con el puño en alto y una media sonrisa a caballo entre lo que te espera Puigdemont y un gracias Rajoy por el talento que a nosotros –y nosotras– nos falta.
Con idearios como el de esta gallarda muchacha es como hemos llegado hasta aquí, con pensamientos únicos y excluyentes que dejan de lado realidades sociales y económicas tan irrelevantes para ella –y ellos– como las personas que lo forman.
Porque para Gabriel, criada en el más recalcitrante seno del orgullo de clase, ese que se defiende aún sin ataque, ese que muta la pereza en odio y culpa a los demás de sus propios fracasos; la Gabriel biznieta de anarquista que quemaba dinero en la plaza de su pueblo, nieta de oligarcas de la CNT e hija de prebostes del PSUC no existe otro mundo que el mamado en el salón de su casa, dónde nunca supieron reconocer que es a base de trabajo como se prospera y a base de protestas como la pobreza se acomoda y se hace endémica.
La Gabriel, las —y los— Gabrieles nos han traído hasta aquí, cabalgando en sus ensoñaciones infantiles, dónde no había lugar para lujos, dónde las apreturas siempre eran culpa de otros, dónde no se podía tener lo que se quería, donde la escasez era la excusa, el principio inmutable y el fin de todo.
Al final, a poco que se escarbe, es lo que uno se encuentra, odio y rencor por lo que se quiso y no se llegó a conseguir por el esfuerzo que ello implicaba.
Justo al contrario de los Amancios Ortegas, los Gabrieles –y Gabrielas– optaron en su día por la protesta frente al trabajo, por el odio y el rencor frente a la generosidad y por la mentira –sus propias mentiras– frente al empuje de quienes dejaron atrás la noche de tiempos peores para apostar por un amanecer de prosperidad ganada a pulso.
Lo que queda, cuando uno la mira a los ojos, sólo ve a la niña que quiso tener a una Barbie pero sus padres no quisieron dársela por lo ocupados que estaban procurando que nadie tuviese dónde jugar.
Y por eso, sólo por eso, es por lo que se ha tomado la molestia de traernos hasta aquí.
Foto: Antonio Martín Segovia.