Excelentísimo señor alcalde, concejales y concejalas, damas de honor mayores e infantiles, autoridades, familia, amigos, queridos barbastrenses.
Es un honor estar aquí, ser Mantenedora de las Fiestas 2024 de Barbastro, en las que, además, vamos a disfrutar de un acontecimiento tan insólito como dichoso: por primera vez en la historia de nuestras fiestas, se dará el chupinazo en la plaza de la Candelera, en mi querido barrio del Entremuro, el corazón medieval de la ciudad. Estoy entusiasmada, y que no se nos enfade nuestro alcalde, pero las obras del Ayuntamiento han permitido una cosa tan hermosa como esta que, de otra manera, nunca hubiera sido posible. Va a envolvernos a todos mucha magia durante ese esperado chupinazo en el Entremuro.
Cuando escribo estas líneas, me emociona pronunciar en voz alta esta palabra. Confieso que hasta ahora desconocía qué significa exactamente. Proviene de la Edad Media. El mantenedor era entonces un aguerrido caballero que custodiaba la entrada donde se celebraban los torneos. Espada en mano, retaba a cualquier aventurero que se acercara al recinto. Es decir, mantenía la plaza, la protegía. Quien osara entrar, tendría que combatir contra él, contra el caballero mantenedor. En el transcurso de los siglos, la palabra se utilizó para referirse al maestro de ceremonias de las justas literarias y de ahí derivó después a los festejos. Y aquí estoy yo ahora, una dama mantenedora que, al contrario que los caballeros medievales, da la bienvenida desde aquí a todo aquel que quiera sumarse a nuestras fiestas.
Siendo periodista y escritora, confieso que me ha costado escribir este discurso. ¿Por qué? Porque es emocional, es una escritura del corazón, y Barbastro está ahora en mí más que nunca. Cinéfila como soy, recuerdo ahora una película cuyo título refleja muy bien lo que quiero expresar: “Un instante, una vida”. Estoy ahora mismo en ese instante, mágico, profundo, radiante, y estoy rememorando una vida, la mía, tan unida a Barbastro desde que nací. Mi padre, Santiago, siempre me recordaba que yo vine al mundo en medio de las Fiestas, un seis de septiembre a las doce de la mañana, con el sonido de fondo de los cohetes. “No se puede ser más barbastrense”, me diría más tarde de niña. Y me lo recordaba en cada uno de mis cumpleaños: “Tú naciste con el primer cohete”.
El primer escenario de mi niñez que yo conocí: mi casa, claro, y mi calle, la del Romero, la de la tienda de mi padre, la de Sederías Goya, mi segunda casa, pasaba allí mucho tiempo, charlando con mi padre en el despacho cuando cerraba o probándonos a escondidas con mi hermana Queque algún vestido o uno de esos preciosos tocados de novia.
Sederías Goya. La tienda de las dos plantas y de los tres escaparates, casi una fachada entera, porque la compartíamos con la frutería del Vero, que aún pervive y, además, con éxito. No olvido a nuestros queridos Gerardo y Paco, que nos dejaron en lo mejor de su juventud. Los dependientes de Sederías Goya eran como mi otra familia, charrábamos mucho y todavía hoy sigo en contacto con algunos de ellos, con mis queridas Pili Lanau y Ana Calderón. Pepita Portella se nos fue. La adoraba. Siempre tan elegante y tan divertida. Me decía a menudo lo guapa y lo simpática que era yo de bebé, y yo, ingrata de mí, le respondía que sí, que muchas gracias, pero que yo lo que quería era ser mayor, mayor para poder soltarme de las manos de mis padres cuando paseábamos, mayor para irme en bici con mis amigas, mayor para hacer la Primera Comunión y recibir regalos. En la infancia se quiere ser mayor para ganar cotas de libertad, y cuando uno es adulto, entonces el tiempo y los cumpleaños pasan muy deprisa, como globos que se nos escapan de las manos. Y vuelan. Y desaparecen. Pero no es menos cierto que la vida es un gran regalo y eso es lo que debe celebrarse cuando soplamos cada año las velas de la tarta y pedimos ese deseo que es un pequeño verso a la esperanza.
Si para el poeta Machado su infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero, para mí lo son la cuesta de las monjas (con ese juego de saltar el pilón, bajar todos los críos corriendo y dejarnos llevar por la inercia de la velocidad; en una de esas, me rompí la nariz), y cómo no, mis recuerdos son la plaza del Mercado, el sonido del piano de los alumnos de María Lobera, las riadas del torrentoso Vero, las excursiones familiares al Terrero, los baños en el río Alcanadre y, por supuesto, las fiestas de Barbastro, la Cabalgata del Pregón.
Yo la veía desde la calle General Ricardos, quien, por cierto, nació en Barbastro en 1727 y está considerado uno de los grandes militares de la historia de España. Pero regresemos a la cabalgata, a ese momento en el que yo quería ver de cerca a los Gigantes y Cabezudos. Todavía creía en los Reyes Magos y pensaba que los gigantes también eran seres mágicos. Las primeras veces me daban miedo, me apartaba de la acera cuando llegaban a mi altura, pero, a la vez, la fascinación me impulsaba a acercarme para coger la mano de la giganta, lo que nunca conseguí. O se alejaba ella de mí cuando lo intentaba o yo, miedosa, retiraba la mano cuando se acercaba. La giganta y yo, está claro que no lográbamos encontrarnos. Quizá el próximo 4 de septiembre, durante la cabalgata, podamos ella y yo enmendarlo. Ahí lo dejó por si me escucha.
Recuerdo también, y mucho, aquellos aperitivos de los domingos en el bar Victoria con mis padres. Imagino que algunos de los que estáis aquí recordaréis las gambas a la plancha y aquellos calamares rebozados con una receta casi secreta. Nunca los he probado, siquiera parecidos, como los que hacía mi tío Manolo Larruga. Se lo he dicho muchas veces a su hijo, mi querido primo Manolo, con el que mantengo una relación de mucho cariño y que hoy está aquí acompañándome, al igual que mis queridísimos primos Luis Plana y Áurea Valle.
El antiguo bar Victoria forma parte de nuestra memoria colectiva, como el San Ramón o el Argensola. No eran unos bares cualquiera, tenían algo especial. Podría contar muchas anécdotas que yo viví en los tres, pero me quedo con las sensaciones, con atmósferas determinadas, con el olor y el sabor de aquellas gambas a la plancha…
Dicen que los sabores que se experimentan en la infancia ya no regresan jamás; no es exactamente así para mí. Salvo esos calamares y esas gambas inimitables, me siento privilegiada por lo que nos ofrece nuestra tierra. Troceo un tomate rosa de Barbastro, lo aliño con aceite de oliva y sal y el sabor es idéntico al de mi niñez, al igual que el de los bisaltos, los espárragos, las lechugas, las judietas, las borrajas, los cardos. La huerta de Barbastro es una de las mejores de España (para nosotros la mejor, por supuesto) y forma parte de nuestra identidad y de nuestra tradición. El clima y las aguas del Vero bendicen nuestros productos con una calidad única, son la excelencia.
En mis cuatro novelas, siempre está Barbastro de un modo u otro. En la segunda, “Antes mueren los que no aman”, me inventé un restaurante en Madrid con lo mejor de nuestra gastronomía altoaragonesa y con nuestros vinos del Somontano. Y por supuesto incluí las chiretas, cuya receta fuera de aquí casi nadie entiende. Hay que explicarla un par de veces. “Sí, sí, se cosen con aguja e hilo”, les digo. “¿Con hilo de verdad?”, me preguntan. “Claro, no va a ser de mentira”, bromeo, “pero cuando probéis una chireta, no la olvidaréis”, les aseguro.
Mi personaje literario, el teniente y luego capitán de la Guardia Civil Julián Tresser, come en ese restaurante imaginario de Madrid con otro agente cuya abuela quise que fuera de Barbastro, por eso lo elige para citar a su compañero. Mantienen los dos una conversación muy decisiva para la trama y comen unas chiretas de aperitivo, luego una ensalada ilustrada, después longaniza de Graus con patatas y crespillos de postre. Y todo acompañado de un tinto del Somontano, por supuesto. En mis novelas he incluido nuestros vinos en lugares donde no suelen servirse, como es el caso de un restaurante de menús en Torrelodones, en la sierra de Madrid, y en otros en los que sería inexcusable no hacerlo, como el bar Villacantal de Alquézar. Allí la psiquiatra Adelaida Mabrán, el gran amor del teniente Tresser, reflexiona sobre sus encrucijadas mientras degusta un blanco Somontano bien frío y disfruta de las vistas de la impresionante Sierra de Guara. En mi última novela, Fugitiva, he ido más allá, incluso. La protagonista, Rosaura, se apellida Castán y nace en Barbastro, como el resto de su familia. Nuestra ciudad es un escenario importante en la historia, he querido presumir de lo que tenemos y por supuesto que lo he hecho.
En la adolescencia, presumía ante mis amigas de Lleida, donde estudié unos años, de lo que para mí era una singularidad: Barbastro tenía semáforos. Quería dejarles muy claro que no era un pueblo, sino toda una ciudad, por cierto, con un pasado señorial que ha sobrevivido en muchos edificios, como las evocadoras arquitecturas modernistas de la Plaza del Mercado, que demuestran que en Barbastro había dinero y era una ciudad importante, tanto que ya en el siglo XII mereció ser el escenario de los esponsales de doña Petronila y Ramón Berenguer IV, el primer e importantísimo paso para el nacimiento de la Corona de Aragón. Y eso sucedió aquí, en Barbastro, en la plaza de la Candelera donde darán comienzo las fiestas. Ahí es nada.
Muchos siglos más tarde, el esplendor de nuestra ciudad brillaba en sus muchos casinos a finales del XIX y principios del XX. Me admira ese pasado nuestro que se envolvía en el glamour de la Belle Epóque, como el del casino La Amistad, cuya lujosa decoración rococó era digna de un palacio, al igual que la del antiguo Teatro Principal. Confieso que hasta hace pocos años no lo conocía. Mi querido primo José Mari Lacoma, que sabe mucho de Barbastro, fue quien me los mencionó. Por cierto: hoy mi no ha podido acompañarme porque está en Aínsa, donde en estos momentos recibirá la Real Orden de la Morisma, nada menos. Ya se lo he dicho al felicitarle: “Vaya día prodigioso y feliz vamos a tener hoy los dos”.
Barbastro era una ciudad con aires cosmopolitas, con sus comercios, sus círculos recreativos y esos flamantes casinos. El de La Amistad era el más elitista, pues su entrada solo estaba reservada a quien podía pagar su cuota, que no era barata. Así se convirtió en el lugar de ocio de la alta burguesía barbastrense, muy poderosa e influyente. Me imagino a las jóvenes con vestidos de raso y terciopelo, acompañadas de sus padres haciendo cola en la entrada, en lo que, paradójicamente, hoy es el edificio de las Hermanitas de los Pobres. Este casino y otros más que hubo en Barbastro, menos elitistas, sembraron la semilla de las futuras peñas y merecerían como poco una novela. Fabulo y veo en ellos amores clandestinos, amores apasionados, amores quebrados. No puedo evitar fabular, es mi equipaje vital, viajo con él a todas partes, ha sido mi sueño desde siempre, escribir, ser periodista, ser escritora, convivir con las palabras.
Durante mi adolescencia acudí durante un año al piso que tenía Acción Católica en la casa Fábregas, con el sacerdote Enrique Calvera al frente. Allí aprendí a tocar la guitarra y elaboré mi primer periódico junto a Encarna Samitier, con la que ya comparto el honor de pertenecer al exclusivo club de los mantenedores de mi ciudad y que hoy es directora del diario nacional 20minutos. Me siento muy orgullosa de ella, al igual que de otros mantenedores y amigos: Antonio Latorre, David Lafuente, Manolo Ollé y nuestro célebre escritor Manolo Vilas. Barbastro tiene para mí sus nombres propios, no podría prescindir de ellos en este discurso, forman parte de mis recuerdos y de mis emociones.
Cuando Encarna presentó mi primera novela en Zaragoza, alguien del público afirmó que en Barbastro hay mucho talento y le preguntó a mi amiga si se le ocurría el porqué. Ella, obviamente, no tenía la respuesta, pero dio una genial: pues será por el agua del grifo, la del río Vero. Me pareció muy bien traída. Bravo por Encarna.
Ella y yo soñamos con el periodismo en aquel piso de Acción Católica. Elaboramos nuestro periódico artesanal sobre una mesa camilla, con mucho mimo, excitadas, convencidas de que de allí iba a salir el mejor periódico del mundo. Al cura Calvera le gustó mucho, lo recuerdo, y valoró la ilusión que pusimos. Nos entendía muy bien, nos animaba a todos a participar en diversas actividades, nos transmitía valores como el de la amistad, el mérito, el esfuerzo, el respeto al otro, la bondad. Asistió en el Museo Diocesano a la presentación de mi segunda novela y pude abrazarle y agradecerle que hubiera estado en mi vida. Sentí mucho su fallecimiento. No soy creyente, pero Enrique Calvera fue muy importante para mí en una etapa crucial como lo es la adolescencia, al igual que otro sacerdote, Joaquín Ferrer, profesor de latín y griego en el instituto de Barbastro.
Yo era un desastre en esas asignaturas y casi siempre me suspendía. Y sin embargo, le tenía mucho cariño y se lo sigo teniendo. Es una de las mentes más brillantes que yo he conocido. Él me insistía en que me esforzara. Pero yo estaba a otras cosas. Los chicos, los bailes de Santo Tomás en el Argensola o los de La Floresta, que fundó mi padre junto a Lorenzo Pascau y Julián Jordán. No, yo estaba pendiente de la ropa, de la moda, de la música, de mi pandilla del instituto, Vicente Arauz, Angelines Puértolas, Joaquín Aventín, Gelan Bardají, Amparo Valero, Pepe Buil. Y estaba mi otra pandilla, la de las hermanas Peirón, Maricarmen –rindo desde aquí tributo a su memoria– y Marga, los gemelos Luis y José Masgrau, Orosia Aixelá, Ángel Mariño, Jonás Revilla. Vuelven a mí los nombres propios.
Como veis, en aquella época yo andaba muy ocupada con los amigos y los bailes y poco con los estudios, pero leía muchos libros y eso fue una escuela de vida y de conocimiento. Los libros nos abren la mente, la ensanchan hasta el infinito, nos conducen hacia mundos desconocidos, nos muestran la condición humana, forjan nuestro criterio; por lo tanto, nos hacen más libres y menos manipulables.
Cuántos Barbastros conviven en mí dentro de uno solo, el de mi infancia y adolescencia y el de hoy, con esas tiendas tan bonitas y tan bien puestas, con la Plaza del Mercado peatonal, con este moderno Centro de Congresos. El Barbastro también de las huertas y las fuentes, el de la cultura, por supuesto. Es una de las ciudades de España que más se preocupa por ella y más invierte, con diferencia. Tenemos desde hace más de medio siglo el Premio de Poesía Hermanos Argensola y el Premio Internacional de Novela Ciudad de Barbastro, en el que tengo el honor de ser miembro del jurado, y, desde hace cuatro años, celebramos el festival literario Barbitania, que se ha convertido en uno de los más prestigiosos del país, idea brillante de la hoy teniente de alcalde Blanca Galindo. Por ello y por tantas cosas más, Barbastro debería ser declarada “Ciudad cultural”, como bien reivindica nuestro pregonero del Vero. Me cuesta imaginar un Barbastro que no celebre la cultura, es otra de nuestras señas de identidad.
De adolescente, me asombraba ver pasear por la Plaza del Mercado al gran poeta que fue José Agustín Goytisolo, que visitaba Barbastro –no uno, sino durante varios años– acompañando a miembros del jurado de los premios de poesía y novela. Tuve el privilegio de conocerlo, e incluso cuando fui a estudiar Periodismo a Barcelona, José Agustín Goytisolo me presentó a su hija, para la que el poeta escribió un bellísimo poema, “Palabras para Julia”, que hizo famoso el cantautor Paco Ibáñez. Entusiasta y algo mitómana como soy, cuando me hallé ante Julia creo recordar que le pregunté: “¿De verdad eres tú la del poema?” Me parecía increíble que, de repente, tomara forma, cuando para mí Julia no era real, habitaba únicamente en los versos. Recuerdo ahora algunos de ellos y quiero dedicárselos a las Damas de Honor Mayores e Infantiles, porque sus sabias palabras transmiten el sentido de la vida y su belleza:
“Nunca te entregues ni te apartes, junto al camino nunca digas no puedo más y aquí me quedo. La vida es bella, ya verás cómo a pesar de los pesares tendrás amigos y tendrás amor”.
Momentos mágicos como éste, con estos versos del poeta que paseó por Barbastro y lo quiso, es uno de los muchos que estoy viviendo como Mantenedora. ¿No es magia, acaso, que yo llegara al mundo durante el jolgorio y la alegría de las Fiestas? ¿No es magia que yo esté aquí, emocionada por este honor que se me concede, sintiendo conmigo a mis padres, Santiago y Victoria, como si estuvieran aquí, acompañándome y compartiendo este instante tan dichoso?
Rememoro ahora las tardes de los domingos de invierno, junto a mi madre, Victoria. Ella con sus pinceles y su paleta, frente al caballete y el lienzo. Yo, observándola. Dibujaba un boceto a carboncillo y luego empezaba a manchar la tela con los colores. Me fascinaba que con sus pinceladas fueran tomando forma un magnífico retrato o un envolvente paisaje. Era una pintora extraordinaria y, aunque no era de Barbastro, sí aportó a la ciudad una escuela de pintura cuyos alumnos y alumnas, de todas las edades, desde jubilados hasta niños, descubrieron los secretos de la plástica, del trazo, de la composición, del color en un lienzo. Y con la mejor profesora. Ellos mismos se sorprendieron de lo que habían logrado plasmar en sus óleos cuando expusieron con éxito sus obras en la Casa de la Cultura. Me sentí y me siento muy orgullosa de aquella maravilla que creó mi madre, a la que sus alumnos siguen recordando con tanto cariño.
Tenía yo doce años cuando viví un acontecimiento prodigioso: Barbastro me concedió el honor de ser reina infantil de las fiestas. Ángel Huguet me ha recordado que soy la única mantenedora que lo ha sido. Eso no es lo importante, o sí, pero en todo caso lo realmente extraordinario fue ese sueño del que no quería despertar. La carroza, mi precioso vestido blanco, la banda que lo cruzaba, la emoción… De nuevo, un instante, una vida.
Queridas damas de honor, vais a vivir una experiencia única, no se va a repetir, es una vez en la vida. Dejaos llevar por las emociones, dejad que fluyan en vuestros espíritus estas fiestas que se quedarán para siempre con vosotras.
Barbastro es identidad, es vida, es sentimiento, es pasión. “Y de Barbastro, al cielo”, ideó mi padre como lema de las fiestas en sus escaparates. Se acababa de poner de moda el lema castizo: “Y de Madrid, al cielo”, y él quiso singularizarlo en nuestra ciudad, como si Barbastro fuera la cumbre de todo, como si ya no hubiera nada ni nadie por encima, salvo el cielo.
En este discurso he emprendido un viaje a lo más profundo de mis recuerdos de Barbastro, respiro el aire de mi niñez en la Plaza del Mercado, escucho los ecos de las canciones de mi adolescencia en el bar San Ramón, me sumerjo en las densas nieblas de los inviernos, en aquellos veranos en los que atravesaba con tanto vértigo como fascinación el puente colgante de la Virgen del Plano.
Gracias, Barbastro, por formar parte de mi vida.
Quiero finalizar con un párrafo de mi última novela, Fugitiva, donde ya os he contado que homenajeo a mi barranqué tan querido.
“Todo había sucedido en Barbastro, ciudad altoaragonesa, el centro de diecisiete mil mundos, los diecisiete mil habitantes de una tierra de vinos, huertas, almendros, carrascas y olivares. Para sus moradores, el mejor lugar de todos los posibles”.
Muchas gracias y viva Barbastro y sus fiestas.
1 comentario
Muy bonita evocación de Barbastro a través de la evocación por Inés Plana de su pasado en la ciudad.
No conozco sus libros pero tengo ganas de descubrirlos!