Pedro Solana (Accésit en los XIII premios Félix de Azara por la serie «La otra dimensión del esquí», publicada en Ronda Somontano). Rozando el mediodía, una vez habían sido abandonadas las pistas, aprovechábamos una vieja cabaña para comer algo pero de forma alterna y sucesiva pues nuestro cobijo no era muy grande y además los grupos, marchando a diferentes velocidades, poco a poco se habían distanciado.
La tarde se había vuelto gris y un poco fría, no así nuestro ambiente, que cada vez se caldeaba más entre risas, comentarios alegres donde el idioma inglés así como el francés se interponían en una fluida conversación que era casi amigable tertulia. Siempre me ha gustado hacer en las clases una sucesión de conceptos transcritos desde el guión pero que una y otra vez se han de ver complementados con recursos didácticos basados en experiencias más de veterano que de monitor y que actúan a modo de trucos entremezclados con mi afán por conocer y aproximarme a estos jóvenes que siguen fielmente los consejos y la huella trazada por mí.
Nuestra tertulia, una vez más, nos había situado al final de todos los grupos. Parecía mentira, pero conforme ascendíamos por las laderas, tras un largo viraje, se nos presentaban nuevos horizontes con menos nieve hasta el punto de que, en un momento dado, la huella de los que nos precedían desaparecía entre la hierba y perdíamos contacto visual con los otros. No sentí en ningún momento preocupación pues estábamos ya a cierta altura, comunicados siempre por radio aunque hacía rato que no se oían comentarios de mis colegas monitores. No me había enterado de objetivos tales como una cima concreta y giré mi cabeza buscando alternativas para acabar la jornada. A mi izquierda, sin parar de marchar, observé un pequeño vallecito donde una de sus vertientes estaba perfectamente innivada, no así la otra.
Decidí ascender por ese valle trazando con cuidado y atención una huella en zig-zag al pie de una zona rocosa pero que nos permitía progresar pisando buena nieve. Era consciente de que por ahí no habían ido los otros grupos y esto me hacía escudriñar los altos en silencio como si concentrándome lograra una solución de continuidad para una jornada que acabaría en cuanto los otros grupos tocaran cima a no mucho tardar y así lo comunicaran por la radio.
Nuestra silenciosa marcha se truncó de repente cuando se oyó un grito apagado. Instintivamente me volví a la izquierda, de donde provenía el grito, preguntándome extrañado: «¿Qué pasa…?». Mientras, el resto del grupo se volvía hacia la derecha, mirando a la pared como confundidos por el rebote del sonido.