Hace ya bastante tiempo que no tengo noticias de él.
Un día de octubre con sus largos brazos me abandonó.
Cogió su mochila con lo poco que tenía y partió a otro lugar, a otros mundos, a otra vida.
Se fue sin una nota que escribir, sin una mirada atrás, sin un beso para llevar, como resignándose a su mala suerte en este lugar.
Disfruté junto a él los pocos años que estuvimos juntos; años de felicidad, días en la playa, sonrisas perdidas en las cumbres de las montañas, y aún así, no me queda nada, o poco para recordar.
Sólo siento y pienso que la idea de perder a un amigo siempre es triste.
Un día de esos que en una estación solitaria donde nadie espera a nadie, y las personas vuelven la mirada, me encontré con un viajero que dejaba su tren, o a él lo habían dejado en cualquier lugar.
Me acerqué con temor a mi pregunta, y le pregunté de dónde venía, ya que nadie le venía a esperar, y qué lugar era ese donde no hace falta mochila, ni foto a quien mirar. Levantándose el sombrero y mirándome a los ojos me dijo,
– Es un lugar donde la hierba es verde, el agua de los torrentes es como el vino, y los granados son dulces. Donde no es una locura hablar con las plantas, ni las serpientes son venenosas.
Le pedí que por favor siguiera hablándome de ese lugar. Empezamos a caminar como si nos conociéramos de toda la vida, él siguió contándome bellos relatos de ese mundo.
Cuando al amanecer los débiles rayos del sol empezaron a rozar nuestros rostros, él giró su cabeza hacia mí, y poniendo su mano en mi hombro, me preguntó,
– ¿Por qué tienes tanto interés por el lugar de donde vengo? ¿O acaso buscas a alguien?
Le contesté que hacía mucho tiempo que buscaba a una persona que se fue a ese lugar de donde él había llegado. Que partió con mi foto en su mochila como único compañero, y que creía que estaba en el paraíso que él me había contado. Porque no creía que hubiera otro lugar tan bello, donde puedas mirar a los ojos de las personas sin que te los cierren.
Le pedí que me indicara el camino.
Con los ojos llenos de lágrimas nos despedimos y me preparé para partir con mi mochila y su foto dentro. Camine muchos días por caminos distintos. Me cruce con mucha gente de caracteres diferentes. Hasta que un mal día me encontré con la muerte.
Y ésta me preguntó que si quería tentar mi suerte.
Le contesté que mi suerte ya estaba echada.
Seguí mi camino, no sin antes volver la mirada hacia atrás y pensar en mi buena suerte. Camine y camine, hasta que las puertas del bosque me cerraron el camino. Confuso y cansado me senté, y mis ojos se cerraron con la bruma de la noche.
En mis sueños te veo, y me dices –¿qué quieres de mí?–
–¡Busco al de los ojos negros, al amor que me duele! indícame el camino para poder buscarlo, aunque cien años tarde–
–Lo hallarás tú sólo, porque todo tiene una razón de ser. – Me responde en sueños el guardián del bosque.
Al amanecer, los grandes árboles que cerraban mi camino habían desaparecido. Entonces comprendí las palabras de mi sueño. Sin fe y esperanza nunca lo encontraría. Me adentré en el bosque. En un lugar oscuro donde apenas entraban los rayos del sol, y el canto de los pájaros era un canto hambriento.
Un día de octubre el sol se apagó. Me encontré con el Oso Panda gigante y me abrazó. Lloró en silencio porque sabía el amor que me dolía, y susurrándome al oído me dijo, –A tu pequeño amigo no sabes cuánto lo he amado.– Sentí una enorme melancolía. ¿Puedes entender por qué hace meses que no te escribo en tus hojas amarillas amigo?
Decirte que cada noche desempolvaba tu imagen del pasado en mi almohada, recorría tu cuerpo como una lagrima herida. ¿Puedes entender mi silencio amigo? Mis hojas en blanco.
Me sumergí en las frías aguas que cruzaban el bosque, como si quisiera recibir de nuevo mi primera inocencia, y así limpiar mi alma, pensando que con ella contribuiría a buscar a mí amigo. Me encontré con un pez dorado, con alas transparentes, mi ilusión no me dejó ver la inmensidad del pez. Pero cuando me quise dar cuenta me encontré dentro de su estomago, como Jonás con la ballena. Creí que había llegado mi final, que iba a ser devorado por ese enorme pez. Me invadió una gran ansiedad. Pensé que nunca más volvería a ver a mi amigo. Miré a mí alrededor con la poca luz que entraba por la enorme boca del pez. Quedé sorprendido con lo que veían mis ojos. Era el mismo bosque en el que estaba antes de sumergirme en el río. Era increíble. Frote mis ojos pensando que había vuelto a dormirme, pero no, era real, o por lo menos así lo creí. Gire la cabeza, y vi el camino por el me había adentrado en el bosque. Vi como se alejaba el Oso Panda de mis sueños, hasta que lo perdí de vista. Me quedé inmóvil durante muchos minutos, mirando a mí alrededor sin saber que decisión tomar, y sin dar crédito a mis ojos. Lo increíble era que frente a mí, seguía viendo la entrada de la boca del enorme pez. Sus dientes en fila, eran como una enorme sierra afilada. De vez en cuando entraba un enorme río de agua, revuelto con peces flotando alrededor de mis pies. En el fondo vi un objeto que brillaba más que las escamas de los peces. Me incliné para recogerlo. Era la cadena de plata que llevaba mi amigo antes de partir de viaje. Quedé sorprendido, y angustiado al mismo tiempo, porque él nunca se quitaba la cadena que tenia alrededor de su cuello. Pensé que algo tenía que haberle ocurrido para que no la llevara puesta.
Me puse su cadena, no sin antes secarme las lagrimas. En el momento que su cadena envolvió mi cuello el estomago del pez empezó a moverse violentamente. Cerré los ojos, y sujetando con ambas manos los eslabones de su cadena, me encontré flotando en el río del bosque, en el mismo lugar donde el pez se me había tragado. El animal me había arrojado de su estomago. Salí del agua como pude, aturdido, no sin antes volver la mirada, y cerciorarme de que el enorme pez no siguiera mis torpes movimientos.
Cuando ya anochecía salí del río. Me tumbé en la orilla boca arriba con la mitad de mis pies aún en el agua. Fundido con la tierra, observé el techo del bosque y los débiles rallos del sol que entre sus ramas penetraban e iban cerrando mis ojos cansados. Al mismo tiempo que mi cuerpo se perdía en un profundo sueño, con mis manos apretando la cadena que envolvía mi cuello.
Dicen
los peces del río
que en mis sueños
se ahogaban,
que respirar no podían,
pensaban
que mi cadena apretaba
con eslabones de plata.
Ya al amanecer me desperté con la suave brisa del bosque y el oleaje del río azotándome los pies. Me levante, y miré de arriba a bajo mis ropas y mi cuerpo, estaban hechas jirones, parecía que me habían arrastrado por un barrizal. Me metí en el río vestido, y me lavé como si fuera la primera vez que el agua tocaba mi cuerpo.
Fue entonces cuando aparecieron por el camino solitario, dos niñas y una mujer. Vestían de un largo negro, confundiendo sus ropas con las sombras de los árboles. Iban cortando flores, rosas, violetas y pensamientos. Las sentí llegar como una bruma y me quedé inmóvil en la orilla del río sin salir del agua, esperando a que ellas pasaran por mi lado, ya que el camino bordeaba el río.
–¿Por qué cortáis tantas flores?– pregunté a una de las niñas.
–Son para mi amigo–, me contestó la más delgada. Al tiempo que cubría su rostro.
–Debéis de quererlo mucho para tomarlo con tanto esmero, ¿Y por qué no os acompaña él?–
–Son para su cuerpo las flores, su alma es la que sigue aquí con nosotras– me dijo la madre de las niñas.
–Se como te sientes, yo tan bien entiendo de esas tristezas, conozco qué es perder a un amigo.
Nos sentamos los cuatro a la orilla del río bajo la sombra de un enorme granado que cubría todo el camino. Una de las niñas dejo el ramo de flores sobre la hierba con mucha delicadeza, como temiendo que los frágiles pétalos de las flores se rompieran.
Estuvimos muchas lunas hablando los cuatro, resultó que teníamos un amigo en común. Comentamos cómo era él, sus cabellos y ojos negros como el azabache, sus largos brazos y piernas, su estirado cuello como las ramas del bosque, su sonrisa siempre despierta, sus dientes blancos como la cara de la luna.
Poco a poco mientras hablábamos de él, una sonrisa se reflejó en nuestros rostros, y por un momento la felicidad se apodero de nuestros corazones. Nos abrazamos los cuatro, y entonces quise llorar tan fuerte que nuestras lagrimas fueron pintando el lecho del río, de vida y de muerte, de un color azul del cielo.
Por un momento pensé que había encontrado a mi amigo de tanta felicidad que salía de nuestros corazones, confundiéndose con la claridad del bosque. En ese momento una suave brisa que procedía no sé de donde, acarició nuestras almas como queriendo unirse a nuestros apretados cuerpos.
Me levanté y les dije que tenía que partir a otro lugar, a donde estuviera mi amigo, que tenía que encontrarlo para no seguir sufriendo tanto. Ellas se echaron a llorar, y con lágrimas en los ojos me suplicaron que no las abandonara, que ellas tan bien sufrían mucho por mi amigo. Sin volverles la mirada seguí mis pasos hasta el final del camino, con parte de mi corazón junto a ellas, a la orilla del río.
Mujeres de un largo negro que nunca tuve que abandonar, quizás no rezamos juntos lo suficiente. Tras mis pasos dejaba un mar de pensamientos para aquellas mujeres que estaban en mitad de su búsqueda; entre el sufrimiento y la razón, entre la vida y las flores cortadas a la orilla del camino.
Al perderme en el horizonte mis ojos vieron multitud de personas hablando entre sí. Todos se encontraban en una gran llanura, de largos velos de tonos verdes.
Postraban en sus cabezas coronas de pensamientos y chorros de agua viva entre sus manos. Como al unísono, todos volvieron sus cabezas hacia mí, como si mi presencia en ese lugar no fuera esperada. Mis ojos se cruzaron con millones de ojos claros que reflejaban el azul del cielo, y el color verde de sus largos velos. Estuvimos mirándonos a los ojos hasta que la claridad del lugar cambió de intensidad.
Entre todas las personas que se encontraban en ese lugar se adelantó una, y con un gesto de la mano me indicó que me acercara, yo lo hice. Él sin retirar su mano cogió la mía, y con los ojos me dijo que lo acompañara.
Sentí que era alguien especial. Dejándome llevar por la sensación de ir flotando, nos adentramos entre la multitud. Todos se apartaban a nuestro paso, con una sonrisa en sus caras como queriéndome dar la bienvenida, agitaban sus cabezas.
Cuando levanté los ojos, advertí en el centro de todas las personas que allí se encontraban, una luz alargada con forma humana. Su luz brillaba tanto que mis ojos temían cerrarse para no abrirse nunca más. La persona que me acompañaba se aparto de mí, y dejándome a solas me dijo, susurrándome al oído, que me adelantara unos pasos más, yo lo hice, no sin algo de temor.
Una voz cálida que salía de la brillante luz exclamó,
–¡Acércate, no temas!, ¿que haces entre nosotros y vestido con esas ropas de otro lugar?.
–¿Dónde estoy?, ¿Qué es éste lugar?
–Estas en un lugar de paso, donde todos esperan, esperan encontrarse con una persona querida. Y, ahora dime, ¿De dónde bienes?, ¿A quién buscas?, porque éste no es tu tiempo.
–Es, a mi amigo, hace mucho que me dejó, lo busco, y no logro saber dónde está
–Debes de quererlo mucho para tener el valor de llegar asta aquí, porque corres el riesgo de quedarte para siempre, y la forma en que lo has hecho no es lo más natural, debes hacerlo sólo con tu alma.
– No puedo desprenderme de mi alma, debo regresar, me esperan en otro lugar.
– Regresa, yo no te puedo ayudar con tu cuerpo y tu alma en este lugar.
Abrí los ojos y vi que habían desaparecido todas las personas que estaban en la pradera. De nuevo estaba en el camino, al principio de mi viaje.
Miré a mi alrededor y vi que mi cuerpo estaba cubierto por la sombra del enorme granado que cubría todo el camino.
Desesperado por no avanzar en la búsqueda me senté en sus raíces que sobresalían de la tierra y apoyé mi espalda en su tronco como esperando consuelo de él.
Me vino a la memoria la mujer y las dos niñas que encontré en ese mismo lugar. ¿Dónde se encontrarían? ¿Qué camino habrían tomado? ¿Habría otro camino para seguir buscando?
Apoyé mi mano en el suelo para descansar y como las manos de unos novios, se encontraron con el ramo que una de las niñas había dejado allí con tanta delicadeza.
Intranquilo lo cogí y mire a mi alrededor por si las veía, pero no fue así, nunca las vi. Creo que nunca debí abandonarlas en este mismo lugar donde fluyeron sentimientos tan bellos por nuestro amigo.
Me levanté con la intención de encontrarlas y seguir la búsqueda de nuestro amigo juntos. Estaba muy nervioso, miré a un lado y otro, intentando adivinar por donde marcharon.
Abatido y desilusionado por no verlas, deposité el ramo de flores en un hueco del tronco del granado, para que ellas supieran que había vuelto a pasar por este lugar.
Después de todo, todos nos necesitamos, nada es justo ni bueno en soledad.
Empecé andar por el camino, y no a pocos metros me desvié por un sendero.
Había flores cortadas, rosas, violetas y pensamientos. Algunas estaban marchitas en mitad del sendero. Tuve de nuevo la ilusión de encontrarme con ellas, supuse que eran ellas las que iban cortando flores para nuestro amigo.
Era bello el sendero, adornado con flores y madre selva, que abrazaban los troncos de los árboles, como si quisieran protegerlos de la mirada de los hombres.
Conforme iba andando por el sendero, mi pensamiento se detuvo un instante en una de las niñas. Era la más alta, de largas piernas y finos brazos, ojos grandes y profundos y la piel clara, como la cara de la Luna. Me llamó la atención el ramo que llevaba entre su pecho. Cubierto por las sombras de su largo pelo negro, como queriendo ocultar el dolor a la mirada de los hombres.
En mitad del camino y frente a mí, estaba él, vestía de largo y blanco, su pelo era del color de la nieve, en el se reflejaban las hojas de la madre selva, las flores a su paso se inclinaban como movidas por el viento, viento con un perfume que a su paso embriagaba el aire que todos respirábamos.
–Bienvenido a tus sueños, –me dijo él–, yo soy el Buscador de Sueños, ¿Qué necesitas, qué sueño te gustaría vivir? Puesto que es de suponer que me necesitas, ya que has entrado en el sendero de los sueños, y en este mundo yo soy dueño y señor de todos los sueños de quienes se adentran en este sendero. Dime pues, que la noche es muy corta y no tengo todo el tiempo que tú necesitas.
–Hace ya tiempo que no sueño con él, y no se como hacerlo–, le conteste. –Siéntate a la orilla del sendero y reclina tu espalda en ese sauce, notarás como su dolor es tú dolor, sus lagrimas son tu lagrimas, y sus sueños tus sueños son. Cierra los ojos y toca su corazón con las manos, y ponte a soñar–
Así lo hice, cerré los ojos y pensé en mi amigo, hasta que mis temblorosas manos tocaron su frágil corazón. Entonces escuché su voz
–¿Qué sueñas?
–Sueño que vuelo por un vacío, como con plumas de ave del paraíso, pero no tengo alas para volar.
Sueño que las aves intentan decirme algo con sus cánticos cuando vuelan a mi lado pero, no tengo voz para cantar.
Sueño que mis dedos se enredan en sus cabellos y no me los puedo soltar.
Sueño que su perfume me acompaña a cada lugar.
Sueño que sus ojos me miran y no los puedo atrapar.
Sueño que sus labios me rozan y no los puedo besar.
¿De que me sirve tanto soñar, si no tengo alas para volar?
–Si después de lo que has sufrido, no has aprendido nada, ya nunca lo harás. No escuchas lo que te dicen los pájaros y te aterra hablar con las plantas. No has bebido del torrente del granado. No has comprendido al viajero de la estación, ni tu encuentro con la mujer y las niñas te han hecho ver tu camino. Él está en tu mente. ¿Pero, los demás están en la tuya?–, dijo el buscador de sueños.
Al empezar este mes de frío suave y fina lluvia,
llenos ya los árboles con la tristeza de sus hojas
de unos colores ocres y amarillos,
brota un nombre de mis labios y se pierde,
después de llorar en la penumbra de mi alma.