Tira una china al estanque y espera. Sabe que las ondas llegarán a ella en círculos cada vez mayores, estampándose en sus pequeños pies. No es nada nuevo, no ha descubierto un fenónemo excepcional, pero le hace gracia y lo repite una vez y otra vez más.
Los días pasan y la niña del borde del estanque ya es mayor. Los días pasan, pero las cosas siguen ahí, nítidas. Se planta en la orilla, pero no siente el placer antiguo por lanzar piedrecitas al medio. Cree que necesita una sensación mayor. Se quita los zapatos y se tira con todas sus fuerzas hacia el centro del agua. Su cuerpo se hunde sin esperanza hacia el fondo, hacia el fondo oscuro, hacia el fondo oscuro y sepulcral. Su fondo.
Mientras, en la superficie, ondas concéntricas muestran imágenes de la niña. En cada onda una más, otra más, cada vez mayor, hasta mostrar su aspecto de hoy. Son las fotos amargas, borrosas, veladas, de un tiempo pasado, un tiempo que debió ser mejor. Ya no lo será.