Es sabido que Goya pintaba a su aire, como le daba la gana. Pero también que no retrataba a cualquiera. Evidentemente era pintor de la Corte, y estaba obligado a hacer los retratos que le pedía la familia real.
Sin embargo el genio de Fuendetodos no se privó en sus obras de mostrar simpatías o antipatías. Es conocido el aprecio que sintió por el hermano del rey Carlos IV, el infante don Luis, y por su esposa María Teresa de Vallabriga, quienes vivían desterrados a causa de su matrimonio por amor. En el rostro de ella podemos ver el afecto con que la trata Goya: un óvalo blanco y luminoso que resplandece como la luna. No hay adornos, ni brilla ninguna joya; tampoco el vestido nos revela la condición de la condesa. Su expresión bondadosa, sorprendida e ingenua, es la única joya, el espíritu que el ojo del pintor captará para la posteridad. Mientras la dama está posando parece suplicarle a él, un viejo liberal seco como un mendrugo, que sea amable, porque ella sabe que no es mujer de bellezas carnales y que a su voluptuoso marido, nieto y abuelo de borbones y que había sido antes cardenal, lo tuvieron que sacar de cura por su excesiva afición a las señoras de buena planta.
Ella parece decirle: “Don Francisco, hágame el favor, no me saque mal”. Y él , que es un tipo huraño a causa de la sordera, la escucha, sonríe y sigue pintando. Como es muy suyo, nunca dejará que sus pinceles mientan al público, porque trabaja para el futuro y es consciente de que es Goya, y por eso retrata a la condesa tal como es, sin retoques. Pero al mismo tempo revela su hermosura interior, la que la eleva por encima de las otras damas y a la postre la convierte en una estrella, una mujer atractiva.
La Condesa de Chinchón y Manuel Godoy, su marido
El artista volvería a aquella casa muchas veces. Lo hacía para saludar al infante desterrado y a su esposa, y de paso retratar también a la hija de ambos, la joven María Teresa, condesa de Chinchón. Esta se había casado con el militar que mandaba en España, Manuel Godoy, quien además de gobernar se decía que era el amante de la reina María Luisa, esposa de Carlos IV. En realidad debía ser un fenómeno dando ordenes, lo que debió atraerle las simpatías de Napoleón, aunque como es sabido, aquello acabaría como el rosario de la aurora.
De la Condesa de Chinchón Goya pinta un cuadro aún más delicado que el anterior, el de la madre, si cabe, en el que hace posar a la joven sentada. Es en atención a su estado, y en este nuevo retrato -el pintor ya tiene cincuenta y cuatro años- vierte
en el lienzo toda su experiencia. El visitante del Museo del Prado de hoy, al contemplar el rostro de la mujer, puede sentir la felicidad con que la naturaleza protege a las mujeres embarazadas: a la condesa se le escapa de los labios una sonrisa sutil. Y Goya, subyugado por el misterio de la vida, la homenajea derramando sobre el vientre toda la luz de su pintura.
En cambio, cuando le toca hacer el retrato del marido, por quien Goya no siente el menor aprecio -se trata del macho alfa en lo más alto de la cúpula del Estado- lo pinta como el prototipo del militar pretencioso. Nadie quiso a Godoy, salvo Pepita Tudó, su amante. Los nobles de la Corte le odiaron porque siendo un advenedizo de provincias les recortó los privilegios; él se permitía regir España, y solo era un simple infanzón hasta que sus majestades le encumbraron.
No le amaron los plebeyos. Tampoco los burgueses. En España nadie estaba contento, y Godoy se sentaba a la mesa real y se acostaba -decían- con la reina. Tampoco le quiso el sucesor Fernando VII, vendido a Napoleón. Y hasta hoy ha perdurado la mala fama del valido. Si no ando equivocado, ningún alcalde de España se atrevió nunca a ponerle una calle al Príncipe de la Paz, Godoy, ni siquiera en Extremadura, su tierra.
Y Goya le pinta como le parece que es, un gañán. Armado de su ojo pictórico que mata y un pincel inmisericorde, acaba con Godoy para siempre mientras le inmortaliza. Sentado como generalísimo en el campo de batalla, indolente, los mofletes abotargados como si acabara de dormir la siesta después de una buena pitanza, la mirada perdida e insatisfecha a pesar de su victoria en la Guerra de las Naranjas, Godoy, en la plenitud de su gloria, sucumbe al bisturí del genio. Hay en ese cuadro un detalle simbólico: cuelga de su cintura el sable vencedor, pero su bastón de mando de capitán general emerge entre sus muslos erecto como un pene.
Fernando VII
El vástago Fernando VII, a pesar de haber comenzado su carrera como El Deseado, acabo siendo el más odiado de la historia nacional. Lo consiguió acreditando mentiras y sonadas promesas que incumplió. Su fama de traidor se extendió por toda España. Primero traicionó a su propio padre, el rey Carlos, conspirando para quitarle la corona, por lo que arremetió contra su primer ministro Godoy solo porque era leal al Rey. Después se alió con el enemigo extranjero -nada menos que Napoleón- para sus fines, aunque el tiro le saldría por la culata. Finalmente juró fidelidad a las Cortes de Cádiz -las primeras en crear una constitución democrática- para luego burlarlas en cuanto le fue posible:
“…cual tierno padre he condescendido a lo que mis hijos reputan conducente a su felicidad. He jurado esa Constitución por la cual suspirabais, y seré siempre su más firme apoyo …”
¡Menudo padre tierno el que habla! Dos años después disolvió las Cortes, abolió la Constitución y encarceló a los liberales. En este sentido, Fernando VII podría ser considerado como el primer político moderno.
Goya plasmó su animadversión en las numerosas obras que de él hizo por encargo. Se esmeró en retratarle sacando a la superficie rasgos de tramposo y no haciendo el menor esfuerzo por disimularlos. Que Fernando VII era muy campechano, de acuerdo; que el rey tocaba bien la guitarra y le gustaban los toros y las manolas, también. Pero en Goya su mirada es descarada y postiza.
La prueba de que retrataba los rasgos con fidelidad fotográfica está en un cuadro que un día descubrí, La familia de don Luis de Borbón. En ese lienzo, el tío de Fernando VII aparece con su mujer Vallabriga e hijos. Lo que sorprende en esta magnífica composición coral no es solamente la evidente ternura que siente Goya por ellos; es que el principal retratado -muy feliz en su destierro familiar después de años de jarana -tiene una cara que en sus rasgos se me antoja idéntica a la del rey emérito, Don Juan Carlos I.
¡Y aquel cuadro fue pintado hace doscientos treinta y siete años!
Los otros Goya
Reyes y nobles, militares y políticos, científicos y escritores, muchos grandes personajes desfilaron ante su ojo “matador”. En realidad Goya retrató a casi toda España, si incluimos sus estampas, caprichos y disparates, con escenas populares de niños comendo fruta, ancianos, tullidos, campesinos, prostitutas, mendigos, ladrones ajusticiados en el garrote vil o la horca y toreros muriéndose desangrados en la plaza.
Todos ellos vivieron sus vidas en un momento apasionante, un mundo que desaparecía, devorados por revoluciones, guerras y desastres que anticipaban el gran cambio a la Edad Contemporánea. Pero entre las figuras retratadas por el grandísimo genio hay algunas entrañables para mí, las que prefiero por sus méritos: el general vasco e ingeniero Urrutia, el bravo general Ricardos de Barbastro, y el brigadier naturalista don Félix de Azara, nacido en el Somontano. En muchos aspectos fueron ejemplares, y por ello admirados por Goya, lo que se nota en sus cuadros. Tal vez otro día hablaré de ellos.
Una historia inacabada
Sin embargo, los españoles de su tiempo quizá no fueron del todo justos con el príncipe de la Paz, Manuel Godoy, y tampoco con su adversario Fernando VII. Esto es una cosa muy española. E incluso es posible que el infalible ojo de Goya se equivocara un poco con ambos. Y si fuera así, habría que decir que el Museo del Prado -donde, con Velázquez, el gran protagonista universal es Goya- fue idea y empeño de Fernando VII, el mismo que tan mal dejó pintarse por el aragonés. Es una gran paradoja, porque el rey impopular, además de ceder los cuadros de su colección al nuevo museo, pagó de su bolsillo los sueldos de los obreros que trabajaron en él. No era un demócrata, ni un dechado de sinceridad, desde luego, pero nos dejó -se dice- el Museo más importante del mundo.
Y en cuanto a Godoy, fueron demasiadas las cosas que se dijeron de él para que todas sean ciertas a la vez. Sabemos lo que se puede conseguir intoxicando con el fin de abatir al enemigo: destruir su reputación.
En primer lugar, el sonrojante asunto de la reina y los supuestos hijos que tuvo con ella. Hubiera algo o no entre ellos, se hubiera chismorreado. En segundo lugar, la confianza que le tuvo el monarca Carlos IV hasta el final, amistad inexplicable si no estuviera basada en méritos mayores que los de divertir a la reina. Su concubinato con la Tudó y los tesoros que acumuló -según sus detractores- amén de los salones de su palacio atestados de cortesanas haciendo cola ante su alcoba, requieren una pregunta inmediata: ¿sucedieron todos estos hechos al mismo tiempo, o acaso lo fueron por etapas?
Pero, si además Godoy encabezaba personalmente batallas contra Napoleón… ¿cuándo le quedaba tiempo, para hacerlo? Y una pregunta menos inocente: ¿no fueron los escritores de Francia -el país invasor- quienes divulgaron todas las perfidias del valido y ocultaron, en cambio, las obras políticas, tratados de paz y mecenazgos culturales?
A mí todo eso me parece desproporcionado, chusco y reiterativo como para ser enteramente cierto. Tanta habilidad perversa no cabe en un solo cerebro, aunque fuera el de Godoy. Yo tengo la impresión -es una opinión personal- de que tuvo demasiados enemigos. ¿No merecería hoy una placita, aunque fuera una pequeña?
¡Ay, esta España…! Siempre repleta de hombres envidiosos, nuestro pecado más conocido.
Una última curiosidad: los principales personajes de esta historia, Carlos IV, su esposa María Luisa, su hijo Fernando, Godoy y el propio Goya acabaron muriendo en el exilio. Y todos sus huesos – excepto los de Godoy quien sigue enterrado en Paris cerca de Napoleón- fueron devueltos a la Patria para ser inhumados. Como si esta bendita tierra nuestra, al final quisiera ser una buena Madre.