En el Libro Infinito que han escrito los sueños de los hombres a través de las largas edades de la historia, hay una página, cuyos márgenes no son sino horizontes, dedicada a Romero. Hacia esos huidizos horizontes, inalcanzables siempre, apuntan todas las luces nocturnas de los faros, y se pierden los pájaros en su vuelo hacia ellos.
Romero es un caballo, y está esperando quieto, suave e inteligente, justo en el centro mismo del jardín, el que ha escrito y descrito, para que allí lo aguarde su montura soñada, Antón Castro: En el centro del jardín (Olifante Ediciones de Poesía, Zaragoza, 2024) es un hermoso libro, como lo es el Libro Infinito de los Sueños del que es parte, pues está lleno de ellos y de seres soñantes que, como Romero, aunque no sepan hablar, sí que saben soñar:
ROMERO ES MI CABALLO
Ya de niño, muy de niño,
tuve un sueño:
me regalaban un caballo pardo,
gigante, con la piel bruñida,
casi de oro antiguo, suave e inteligente,
uno de esos animales que parecen
hablar y entender todo lo que pasa:
cuando tenemos miedo, cuando buscamos
el corazón del bosque,
la tupida fronda de los arces,
los pinos y las madreselvas,
y nos dejamos ir, sin conciencia del tiempo,
con la fe ciega del silencio
y del puro placer de cabalgar entre la sombra
y la música incesante de las ramas.De joven seguía teniendo ese sueño.
Ya no sé si el caballo entonces era blanco
o un alazán deslumbrante de tronío
y de aplastante seguridad en sus patas.
Me imaginaba, sí, que llegaba hasta mi puerta,
relinchaba, una y otra vez,
hasta que me desperezaba,
bajaba junto a él y en un alarde lo montaba:
imaginadnos, ahí vamos,
por sendas angostas y caminos de carro,
por los atajos que llevan hacia las colinas
y las montañas que se enfrentan al mar.
Imaginadnos ahí, a los dos, absorbiendo
la belleza infinita del mundo y sus llanuras
paseando la mirada como a vista de águila
en el oleaje incesante y sus espumas rotas.
Miradnos, ahí vamos, al trote,
con el viento en la cara,
sorprendidos por la tormenta que llega
y que nos invade y nos golpea a los dos:
a él, la piel lustrosa, las crines peinadas y de seda,
ese lomo que parece un campo extendido
como un bancal de tierra dorada.
A mí, oscilante, acaso con leve pánico,
dispuesto a llegar hasta el confín del mar.De mayor volví a tener el mismo sueño.
O quizá deba llamarlo ya quimera,
utopía, locura de ansiedad. Alucinación.
¡Qué belleza, sí, la de sus ojos de azabache,
qué lentitud se desparrama entre los maizales,
qué brillo salvaje que desafía al agua!
Un día, un viejo amigo, un criador de caballos,
me dijo ven a verme, acércate a mi finca.
Lo hice. «Mis caballos no saben hablar,
pero sueñan. Y este, Romero, míralo,
ha venido para llevarte a otros mundos.
Cuando llegues a su lado, cántale al oído,
susúrrale todos tus miedos, tu intranquilidad,
y dile: “Romero, amigo, antiguo sueño mío.
Has venido para devolverme al niño que fui”.
Y sin temor, toma sus riendas.
Abrígale la piel. Tuyo es para siempre», añadió.Esto no es un cuento, pero quién me creería.
De niño, muy de niño, tuve un sueño.
Ahora, fortalecido por los meandros del existir,
tengo una certeza, otra visión del porvenir:
un caballo llama a mi puerta y me pide
que vayamos a conquistar el horizonte.
[Antón Castro: En el centro del jardín. Zaragoza, Olifante Ediciones de poesía, 2024, págs. 75-77]
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la belleza…