En estos frenéticos tiempos que vivimos, nos alejamos, cada vez más, de cualquier obra que necesite demasiado tiempo para ser elaborada, demasiado tiempo para ser percibida, aprehendida o disfrutada. El Futurismo que ensalzaba la velocidad y la máquina por encima de todo, quizás resultó un movimiento profético, hoy en día perfectamente acrisolado.
Lo cierto es que en nuestra sociedad se produce una total hibridación de distintas corrientes del pensamiento y del arte desde los años 70. Este fenómeno en el que estamos inmersos desde entonces se dió en llamar Postmodernismo, en donde se ha abandonado toda regla, toda técnica y todos sus atributos son difusos y ambigüos. Y, además, todo vale.
Teóricos como Zygmunt Bauman hablan de la realidad líquida, aplicable a todas las manifestaciones culturales, artísticas y sociales, que se producen en nuestros días. Algo tan banal, vacuo e inconsistente que como el agua se nos escapa entre los dedos, sin dejar huella.
La realidad de una sociedad superficial, que sólo tiene vigencia en un momento puntual, que es producto de una circunstancia pasajera, como una moda efímera y sin sustancia, olvidable en un minuto. Así es buena parte del arte hoy, una flor de un día, la ensalzación de lo efímero, que dura sólo unas horas o un corto lapso temporal, sin ese afán de perdurabilidad del arte moderno, al que consideraríamos como arte sólido en la terminología del filósofo.
Todo esto viene al caso después de disfrutar de la maravillosa muestra de Georges Ward, Gardens, en la Uned. Ward no es un artista postmoderno, es más bien un artista moderno y vaya por delante que siempre tendremos que respetar la libertad del creador sea la que sea. Lo importante de un artista siempre es su arte, lo demás son circunstancias.
El futuro juzgará si Georges Ward es un pintor anacrónico en su búsqueda de la belleza ya que sus obras poseen una calidad estética notabilísima, amparada en el perfeccionismo de su técnica, (a veces, usando un pincel de un único filamento ) y en el magistral uso del color. Detras de las obras de Georges Ward hay muchas horas de disciplina, estudio y ejercicio, algo que hoy en día no se valora, pero que, sin duda, es loable.
Seguramente le ocurrirá algo parecido a lo que pasó con Antonio López a quien diferentes directores de la primera época del Reina Sofía no querían incluir en la colección del museo, aduciendo que desde el invento de la fotografía no tenía sentido la pintura realista pues una cámara cumplía mucho mejor la función de reflejar la realidad. Georges Ward no elabora la realidad tal cómo la vemos: sus pinturas plasmán elementos de esa realidad si, pero en unos escenarios irreales. Se puede decir que su obra esta adscrita al realismo mágico o fantástico o, quizá mejor, a un realismo imaginativo propio y exclusivo del artista. Un realismo que transcurre por la naturaleza paisajística y animal.
La obra y la carrera de Ward están sustentadas por adquisiciones particulares, alejadas de Galerías por las que transita ese arte postmoderno y, muchas veces, insustancial. Galerías donde campan airosos los hijos de Duchamp, de Picasso, de Beuys y del Conceptualismo.
Que sea un artista alejado de las modas y tendencias no le resta ni un ápice de interés, más bien lo convierte en un superviviente de una época pasada, en un artista que trabaja a contracorriente y, desde esta óptica, en un artista rebelde que sólo quiere ser fiel a sí mismo.
Pero fórjense ustedes su propia opinión y visiten la exposición que, seguro, la van a disfrutar muchísimo.