El río Vero, desde hace algunos años, atraviesa la ciudad igual que los niños acuden el primer día a la escuela: «de la mano», custodiado o, para ser más exacto, canalizado. Yo mismo, que viví más de treinta años en su orilla, recuerdo, como si fuera ayer, que en el otoño de 1963 me alejaron de él y de mi hogar mis padres llevándome en brazos y con el agua en sus rodillas porque temían, como el resto de los vecinos, que la casa fuera arrastrada por la enorme riada. En aquel tiempo al Vero se le temía y mucho. ¿Sabéis?, los que conocemos este río… -¡bueno! nos parece que lo conocemos… ¡ya quisiéramos!…- decimos que a veces, es como una fiera. Sí sí…pero, una fiera es ante todo, un ser vivo; que se enoja unas veces y que duerme y se apacigua otra. El Vero, como todo buen ecosistema fluvial, es algo que, en su discurrir, cambia constantemente y sigue un ciclo vital, con avenidas «enojosas» unas veces, y con estiajes que se repiten inexorables como los «sueños» de una plácida noche veraniega.
He dicho que conozco un poco al Vero; admito que es sólo un poco, porque de verdad, cada vez que recorriéndolo me detengo para levantar la vista, descubro algo nuevo, algún rincón inesperadamente «curioso».