Pablo nació en Colungo un 27 de mayo de 1929 en el seno de una familia de humildes comerciantes con muy poca tierra de cultivo. El menor de tres hermanos, ya en su más temprana adolescencia le tocó ayudar a sus padres en las tareas propias de atención al público en la pequeña tienda y café habilitados en el interior de su casa, conocida como casa Billosta.
A la edad de 15 años sus padres decidieron mandarlo a Barcelona como aprendiz de comercio para que se iniciara en la profesión que luego ejerció durante toda su vida. Durante cinco años permaneció en la ciudad condal hasta que el llamamiento a filas le obligó a retornar a su pueblo y cumplir con sus obligaciones militares. Finalizadas éstas y de común acuerdo con su hermano José María comienza a desarrollar una actividad comercial que va más allá de la tienda y el café abiertos por sus padres. Corren los primeros años cincuenta y deciden comprar un coche y posteriormente un pequeño camión, con las limitaciones propias de aquella dura época que se traducían en escasez y vejez del parque móvil que, además, estaba sujeto a cupo de importación, lista de espera en la adquisición de vehículos. A mediados de los años cincuenta reforman el café y habilitan un pequeño salón de baile. En la primera semana de diciembre de 1959 adquieren un aparato de televisión que suscitó una pequeña revolución en el pueblo y alrededores. Durante un tiempo fue el único de la redolada.
Con la llegada de los años sesenta la emigración empezó a hacer estragos en los pequeños pueblos. Colungo no fue la excepción. Ante esta situación Pablo decidió trasladarse a Barbastro y montar una tienda que preferentemente vendiera fruta, pero también otros artículos asociados a lo que entonces se conocía como Ultramarinos. Fue pues una frutería y venta de ultramarinos.
Había nacido La Frutería del Vero, en su actual emplazamiento.
Pablo formó una familia y se dedicó por entero a su vocación: ejercer de comerciante, ser un tendero. Durante más de cincuenta años su figura embutida en su bata azul, su eterna y tersa corbata, su particular don de gentes, su amable espontaneidad, timbró la calle Romero de alegría, esfuerzo, tenacidad, montañas de horas de trabajo. Fiel a la tradición que vivió desde infante mercadeó con artículos que iban desde las sardinas de cubo, los famosos guardia civiles, hoy ya unos rara avis que, por cierto, se pueden adquirir todavía en la frutería, hasta las famosas y largas carrazas de perdices, tordas y trucazos ( palomas torcaces ) colgadas ostentosamente en ganchos junto al escaparate, por fuera, mantenidas allí hasta que una urbanita y desarraigada normativa autonómica, ajena a nuestras tradiciones, le obligó a descolgarlas.
El paso del tiempo obligó a Pablo a dar el relevo generacional en sus hijas Mari y Ana y en su hijo Víctor para la gestión cotidiana de su tienda. Con el relevo llegó también un nuevo enfoque que transformó el sótano de la tienda en un acogedor restaurante donde se conserva restaurada parte de la maquinaria utilizada en la fábrica de chocolates de Simeón Aznar que allí tuvo su sede. Pablo, cedido el mando, siguió yendo a la tienda hasta hace muy pocos años. Su profesión se había convertido en una manera de vivir, de ver la vida, de situarse en el mundo.
El, y otros como él, simbolizaron el Barbastro eterno de artesanos y comerciantes que han esculpido el relato histórico de nuestra ciudad, de una época que va quedando atrás bajo los cascos cibernéticos, electrónicos, del comercio on-line y un golpe de clic. En realidad un viaje a lo desconocido. Descansa en paz Pablo, será difícil olvidarte. Que la tierra te sea leve.