Mi abuelo nunca regresó de la guerra. Vivía con ella a diario. Lo hacía en silencio. Supe que cuando él era un adolescente estuvo luchando en la Batalla del Ebro porque en casa de mis abuelos nunca se comían lentejas. “Me recuerdan a la guerra. Pasábamos tanto hambre que las comíamos aunque tuvieran gusanos”, me decía mi abuelo siempre. De pequeña yo no lo entendía. Las lentejas que cocinaba mi abuela no tenían gusanos. Mi abuelo eso lo sabía con certeza. ¿Por qué no podía comerlas?, me preguntaba. Con los años entendí que el problema no eran los gusanos, si no los recuerdos.
Uno de mis poemas favoritos lo escribió el disidente palestino, Mahmoud Darwish. En él relata que aunque las guerras acaben y los líderes se den la mano, siempre quedarán mujeres esperando a sus mártires, niños esperando a sus heroicos padres… Darwish decía no saber quienes fueron realmente los que vendieron la patria y concluía: “… pero se quienes pagaron el precio de la guerra”.
Mi bisabuela tuvo suerte. Su hijo regresó con vida. Mi tío me contó recientemente como ella avistó desde casa, a lo lejos, a un soldado y comentó que ese día alguna madre sería muy feliz de descubrir que su hijo había sobrevivido. Por su sorpresa, al acercarse un poco más, se dio cuenta de que ese soldado era mi abuelo.
Ni su reencuentro ni el fin de la Guerra Civil en España trajo la paz a mi familia.
Hoy yo y muchos de mi generación que nacimos ya en democracia estamos intentando recuperar los restos de gente como mi bisabuelo, quien fue fusilado en octubre de 1939 por orden del dictador Franco. Con su victoria, Franco ordenó eliminar al enemigo y así puso en marcha una matanza cuyas consecuencias persisten hasta hoy en día.
Esa obsesión por dejarse perder por las ideologías y en función de ello determinar cuál es el valor de una vida humana no deja de perseguirnos.
La situación en Palestina e Israel es el caso más reciente. Lo vimos también con el estallido de la guerra entre Ucrania y Rusia. Políticos y medios de comunicación así como otros sectores de la opinión pública se debaten sobre qué lado tomar y en función de eso decidir quién es el bando bueno y el malo en esta guerra.
O lo que es lo mismo, cuál es el pueblo que merece morir con dignidad y cuál es el pueblo cuya vida no vale nada.
La deshumanización de los palestinos es constante. Para el relato convencional occidental, los palestinos son el ‘otro’. Con el fin de la Segunda Guerra Mundial y el deseo de Estados Unidos de ayudar a Europa a reconstruirse son su plan Marshall, España se quedó fuera de las ayudas con el argumento de que era un régimen dictatorial. Washington usó ese doble juego del bien y el mal y le fue muy efectivo ideológicamente en un momento en el que frenar el avance de la ideología roja que hizo que mi bisabuelo acabara en una fosa común era lo más importante que la humanidad compartida de todos los españoles, al margen de sus ideales políticos.
Gente como mi abuelo y bisabuelo y todas las personas sin distinción, fuimos víctimas del mismo crimen:
La falta de una resolución del conflicto donde el sufrimiento injusto de todos los seres humanos se tenga en cuenta.
En el caso de la España actual, pasaría por que ya no quedaran fosas comunes repletas de cuerpos olvidados (sean del bando que sean) esperando una sepultura digna, más de 40 años después del establecimiento de la democracia. Usar como escudo el argumento de que es un conflicto de compleja resolución es una manipulación del sufrimiento que inevitablemente deshumaniza a cualquier pueblo y colectivo que vive oprimido. Los titulares sobre la guerra entre Israel y Palestina y la insaciable disputa de bandos me recuerda inevitablemente a las lentejas de mi abuelo y por qué el recuerdo que él tenía de esos gusanos que formaban parte de esas inhumanas dietas de la Batalla del Ebro le acompañaron hasta el final de sus días.
En otro de sus poemas sobre la resistencia del pueblo palestino, Darwish, expresa como una persona puede morir varias veces, en prisiones, en el exilio… o como su propia tierra puede convertirse en un mal sueño debido a la opresión y la ocupación. Ese campo de batalla del que mi abuelo regresó con vida, las atrocidades que presenció y que nunca nos contó, han llegado hasta nosotros, las terceras generaciones que seguimos luchando por recuperar los restos de nuestros antepasados. Las lentejas y los gusanos fueron lo de menos. Presenciar la crudeza de la perdida de la vida humana fue lo que nunca dejó de atormentar a mi abuelo.