Si tuviera que elegir tres pilares sobre los que pienso que debe asentarse la vida de cualquiera elegiría la formación, la experiencia y el sentido común, por este orden.
Huelga decir que la formación es fundamental para posicionarse y comprender, medianamente bien, el contexto que a cada cual nos rodea en un mundo cambiante y exigente como el actual.
La experiencia, ese bálsamo que regala el tiempo, que atempera el carácter y lo dota de una perspectiva vital en la toma de decisiones y en la forma de afrontar los hechos que componen nuestra existencia.
Y el sentido común; ay, el sentido común, ese primer sentido que nos acompaña a la hora de distinguir lo verdadero de lo falso, lo conveniente de lo inconveniente, que guía nuestras palabras y actos por la senda de lo correcto, lo adecuado y que sirve tanto para salvar el pellejo como para no caer en el más profundo de los ridículos, puntual o habitualmente.
Pues bien, viendo cómo está el patio y analizando los acontecimientos, ya no actuales, sino los que se vienen sucediendo a medio plazo, está claro que encontrar gente sustentada por estos tres pilares se torna cada día más difícil por lo que, de un tiempo a esta parte, me he dedicado a teorizar acerca de la prioridad de cada uno de ellos.
Y por eso, puestos a prescindir de estos atributos y a riesgo de parecer un desquiciado, creo que la primera hoja a deshojar de esta margarita sería la formación.
Si, sé que puede parecer una barbaridad, probablemente lo sea, pero echando un vistazo al panorama nacional no se comprende como la supuesta —y costosa—formación que algunos —y algunas—han acumulado no les sirve ni nos vale prácticamente para nada.
El populismo, los populismos, son un ejemplo fantástico para ilustrar lo que digo ya que, básicamente funciona gracias a que unos cuantos iluminados, pagados de sí mismos y con un título bajo el brazo se sienten, precisamente por esto último, legitimados para erigirse en portavoces de unos cuantos a quienes previamente han adoctrinado en sus disparatadas creencias a sabiendas que, dada la facilidad de escuchar-seguir-posicionarse que toda masa tiene, el éxito de las teorías está asegurado.
La multitud tiene estas cosas y el populista-licenciado-doctorado lo sabe. Para eso ha estudiado, que leches.
La experiencia, a juzgar por lo que se ve, está sobrevalorada también.
Cientos de cuasi imberbes copan no pocas parcelas de poder investidos de una potestas que no saben gestionar dada su inexperiencia y con una autorictas que ni ellos mismos comprenden porque les falta la experiencia suficiente como para valorarla.
Pero la experiencia no cuenta, eso es lo de menos, lo realmente importante es que tienen treintaypocos un cargo representativo, un sueldo y un atril. ¿Para qué puñetas necesitan la experiencia?
Eso es cosa de viejos.
Con la margarita casi calva, sólo nos queda el sentido común, y ahí es donde viene el problema.
Porque así me maten seguiré jurando que la pérdida del sentido común es el germen —en todo su amplio sentido—de lo que nos sucede.
Sin sentido común, ninguno de los dos pilares tiene valor; la formación se vuelve tosca, errática y prepotente, se torna incluso contra los valores de la ilustración, la libertad, el respeto, la tolerancia y se obsesiona en subtipos que pervierte, como la conciencia de pueblo y clase; la experiencia—de nuevo— se desprecia y se posiciona como algo desfasado.
Sólo así se entiende este mundo al revés en el que hemos convertido nuestra sociedad, dónde hay que acabar con lo que funciona, dónde vale más lo que nos separa que lo que nos une, en el que los delincuentes son los buenos, los jueces y policías los malos, dónde cualquier discurso o teoría son dignos de consideración por disparatados que sean; dónde el respeto se exige con ahínco a quién ya lo practica y la irreverencia se perdona —más aún, se jalea—según de donde venga, dónde las más elementales teorías matemáticas son ya no puestas en duda —dos y dos no siempre son cuatro— sino trasladadas sin pudor al plano económico.
Y perdido todo esto, consecuencias como el relativismo se abren paso con fuerza.
No pasa nada, ¿insultos amenazas y hasta agresiones a la policía?, no pasa nada, ¿menosprecio del poder judicial y de las leyes?, no pasa nada, ¿exageraciones a los actos depende de que parte del arco ideológico provengan?, no pasa nada, ¿mentiras y tergiversaciones?, no pasa nada, ¿prostitución de la historia?, no pasa nada.
Pero sí, sí que pasa, y así estamos como estamos y nos tenemos que tragar juicios a la Monarquía mucho antes de que se produzcan los veredictos, tribunales populares que sentencian a golpe de víscera biliar, opositores represaliados que no lo son cuando los que realmente tienen ese dudoso honor —Leopoldo López, vgr— son tachados de traidores a la patria, Gobiernos y Jueces acusados de ¡aplicar las leyes! contra otros a los que solo les importan las que legislan a su favor y sirven a sus propios y desquiciados intereses.
Cuando se pierde el sentido común se pierde todo. Se pierde el rumbo y la perspectiva, se pierde la noción del bien y del mal; se pierde el juicio —también en todo su amplio significado—y se corre el riesgo de arrastrar todo y a todos a una locura sin sentido de la que es muy difícil escapar. Ejemplos hay.
Por mi parte, aprecio y valoro a quien posee alguno—o todos—de los pilares que señalo, pero es evidente que, estando las cosas como están, lo más preciado en estos tiempos es el sentido común.
Más cuando algunos han decidido tirarlo a la basura.