El invierno, con sus mordiscos de frío, ha desnudado las laderas de la Sierra. Sólo quedan los pajizos restos de las hierbas y aquellas leñosas que saben cómo hacer frente al gélido viento del norte. Me he acercado a Alquézar, punto de partida hacia innumerables rincones por donde encontrar lo original de Guara, y he caminado hacia los abrigos de Quinzans y Chimiachas.
El sendero me flanquea el paso por un pequeño desfiladero que encajona el barranco de Payuela. Los buitres han tachonado las paredes con las manchas blancas de sus posaderos.
Una enredada mata de zarzaparrilla (Smilax aspera) se apoya en un boj agarrándose con las espinas de sus hojas y tallos. Los frutos están madurando.
Veo el río Vero cortando verticalmente calizas y conglomerados. Con la llegada del invierno el paisaje vegetal se reduce a su esencia. Bojes, tomillos, chinebros y carrascas constituyen la vegetación superior de estas lomas, las plantas que constituyen la estructura sobre la que se organiza este hábitat. Un lugar donde las raíces profundas garantizan el acceso a la escasa humedad cuando el pedregal se reseca en verano. Si visitáramos una catedral a la que hubieran despojado de retablos y vidrieras, nuestra atención se centraría en su arquitectura, sus elementos sustentantes y sostenidos, lo esencial de esa catedral. El invierno hace el mismo efecto sobre el paisaje, y nos brinda la oportunidad de fijarnos en la estructura del paisaje vegetal sin distraernos en los detalles del cortejo de flores con que se adorna, muchas de ellas precozmente cuando aprovechan la humedad primaveral. Cuando las condiciones han sido favorables, el carrascal montano cubre las laderas orientadas al mediodía. Si la carrasca retrocede, su lugar lo ocupa el matorral de boj y aromáticas mediterráneas. Algún escarpín (Echinospartum horridum), endemismo pirenaico, aparece en los lugares más castigados por el sol. Planta agresiva con los que la devoran pero protectora de otros vegetales que se guarecen bajo sus espinas. Aquí no veo al escarpín, o erizón, cubriendo completamente el suelo como sucede a mayor altitud. Por estas lomas aparece mezclado junto con el boj.
Boj o bucho, que los pastores utilizaron para el sesteo del rebaño en las horas centrales de más calor. Boj que junto con el erizón hacen una combinación perfecta para proteger el suelo y prepararlo para la regeneración natural del bosque. El boj luce tonos granate en las hojas, que son pequeñas y coriáceas. Qué variable se muestra este arbusto dependiendo del ambiente en el que se encuentra. Cuando vive a la sombra del bosque se eleva en elevados vástagos cubiertos de suaves hojas de fresco verde. En cambio, aquí donde me encuentro, son chaparros ejemplares poblados de endurecidas hojas. Tienen que sufrir estoicamente los rigores del verano, viendo cómo se escapa la escasa lluvia por entre los guijarros del suelo esquelético.
Llego al abrigo rocoso de Quinzáns que compone un tapiz de tonalidades minerales. Una sabina (Juniperus phoenicea) se descuelga con valentía sobre el abrigo que en la prehistoria cobijó a los humanos.
El camino cambia bruscamente en cuanto empiezo a descender el barranco de Chimiachas. Estrecho y en umbría, no extraña que aunque sean las dos de la tarde todavía dure la cencellada. En todo el día no entrará el sol en este barranco. El suelo está congelado y la tierra cruje bajo los pies. Los chinebros brillan con los cristales de hielo que cubren las delgadas acículas y las hojas de la hiedra están festoneadas de blanco. Llego al covacho de Chimiachas, donde el milenario ciervo se mantiene alerta.