EL PORQUÉ DEL SILENCIO
En la actualidad, el 85% de las víctimas por pederastia no revelan los abusos en el momento que ocurren, y de las que lo hacen, el 20% se retracta poco después de haberlo hecho, a pesar de haber sido realmente abusadas. Además, el 30% de los afectados nunca se lo contará a nadie. Si a esto sumamos que solo el 2% de los abusos infantiles se descubren en el momento que suceden, podemos imaginar la ingente cantidad de casos que permanecen en el anonimato y que, por consiguiente, van quedar impunes. Y de los denunciados, nada más una pequeña cantidad, entre el 10 y el 20% llegarán a juicio, de los cuales, una buena parte se perderán por falta de pruebas.
El porqué del silencio de los afectados, por consiguiente, está muy claro: a los sentimientos de culpabilidad, vergüenza y temor se suman la dificultad de probar el delito y el dolor de volver a recordar y de tenerlo que narrar todo ante extraños. El ser violado y agredido por una persona tenida como representante de Dios en la tierra y, en algunos casos, como amigo y benefactor, genera un estrés postraumático en las víctimas que las deja paralizadas. Y el desprecio que luego sentirán hacia sí mismas, las llevará en el futuro a intentar enterrar el horror en lo más profundo de su memoria, actitud que, en la mayoría de los casos, de no contar con la ayuda adecuada, les acarreará graves desequilibrios o consecuencias dramáticas.
Por otro lado, debemos recordar que bajo el Concordato que existía entre la Santa Sede y el régimen de Franco, en vigor hasta 1977, no se podía condenar a un sacerdote, a no ser que el obispo de su diócesis lo permitiera. Si un miembro de la Iglesia cometía un delito sexual, no se le juzgaba, simplemente se le enviaba a un centro correccional, durante dos o tres años, para su rehabilitación. Y en los nuevos acuerdos Iglesia-Estado aprobados en 1979, se mantiene la inviolabilidad de los archivos eclesiásticos de parroquias, obispados, tribunales canónicos y seminarios.
Luego está la dureza del procedimiento judicial, en el que siempre hay una tendencia a no dar credibilidad a las denuncias de los menores y a sospechar más de estos que de los verdugos. Además, las víctimas se ven obligadas a enfrentarse a multitud de interrogatorios (de la policía, del fiscal, del juez de instrucción, de los abogados de las partes… Eso si no han denunciado primero ante los tribunales eclesiásticos, pues de ser así, el proceso todavía se prolonga más y supone mayor dolor para ellos).
Denunciar, por consiguiente, conlleva asumir la visibilidad del maltrato y el juicio de los demás sobre tu propia conducta; implica revivir de nuevo todos los horrores sufridos en el pasado y romper el equilibrio logrado durante años. Hay que pensar que cuando el caso sale a la luz, se convierte en la identidad de la víctima, y esta se ve obligada a decidir dónde colocar esta nueva realidad en su vida. A veces, este lugar de víctima tiene tal potencia que llega a anular el no lugar donde esta se encontraba antes.
Ya inmersos en el juicio, surge otro obstáculo para el denunciante, y es la falta de criterios fijos para valorar las pruebas, ya que estas las evalúa el juez en conciencia. No hay pautas determinadas. Todo depende, al final, de si el magistrado cree a la víctima o no. Existe, además, otro factor muy importante, y es que aquí partimos de una cultura del miedo, de una cultura que, a su vez, genera un temor a hablar. La mayor parte de las víctimas recelan n ser creídas, tanto por las autoridades eclesiásticas y judiciales como por el propio entorno familiar. (Aquí se hace bueno el lema del oficial nazi Heinrich Himmler, quien llegó a afirmar: “Cuanto más horrendos sean los crímenes y los medios que empleemos, menos se los creerán cuando se denuncien”). Por consiguiente, si se encausa en el momento de los abusos o todavía bajo la influencia traumática de estos, las consecuencias pueden ser más destructivas que las propias vejaciones. Así que al abusado no le queda otra salida que el silencio, y esto el abusador lo sabe. Además, el niño, en el momento de los forzamientos, tiende a pensar que solo él está siendo violentado y violado. Es por ello que son cientos los casos de sacerdotes pedófilos que se conocen, pero muy pocos los que han sido o van a ser denunciados.
Otro factor a tener en cuenta es el elevado poder la Iglesia en España, que permite, aún hoy, a cardenales y obispos continuar negando y encubriendo hasta los casos más flagrantes. A esto hay que sumar algunas causas culturales, como la larga tradición de negación de traumas en España y la poca fe en los tribunales.
EFECTOS DE LOS ABUSOS
Los efectos de los abusos sexuales en un menor son siempre devastadores. Sume a la víctima en un torbellino de vergüenza, culpabilidad y dolor que lo inmoviliza psíquica y mentalmente. Algunos expertos los equiparan a los procesos de estrés postraumático experimentado por quienes han vivido situaciones bélicas o catástrofes humanitarias. Para muchos de estos niños, el futuro ha dejado de existir. Al daño causado por el abuso, hay que sumar el de la negación como tal: no se les pide perdón, no se los cree y, en los casos más extremos, como ya se ha dicho, se los descalifica y presenta como mentirosos y desequilibrados. Además, muchos sacerdotes los acusan de ser ellos los inductores al pecado.
Las víctimas se ven acorralas en un infierno de silencio y soledad, en el que les es imposible superar la vergüenza y la culpa. No pueden contárselo a sus padres, tampoco a sus tutores o a otros religiosos, y, en la mayoría de los casos, ni a sus compañeros. ¿Quién los va a creer? ¿Quién va a aceptar que un hombre santo, cariñoso, alegre y a menudo encantador, al que todos admiran por el amor que profesa a los niños, pues les hace regalos, los lleva de excursión, juega con ellos, etc. es un depravado sexual?
Además, los propios sacerdotes pederastas suelen amenazar a sus víctimas con terribles castigos, tanto físicos como divinos, si los delatan. Otros, por el contrario –los más cínicos–, incluso llegan a describir el abuso ante el menor como un acto sagrado, una especie de regalo de Dios.
Dentro de esta clausura psicológica, las víctimas desarrollan profundos sentimientos de aislamiento y desánimo que les llevan a la depresión, la confusión sexual, al abuso de sustancias estupefacientes y, en demasiados casos, al suicidio. En otros casos, se recurre a la negación de lo ocurrido; pero aun en estos, no tardan en aflorar los problemas personales, sociales, de pareja… y su mundo se acabará por derrumbar. Y a lo mejor es ahora cuando se quiere denunciar, pero ya es demasiado tarde, lo que generará una nueva angustia en el acosado, por no haber afrontado el problema antes. El psicólogo Javier Barreiro afirma que la cuestión es compleja, pero que una de las razones por las que el niño no denuncia en el momento se debe a que el abuso entra en su propia rutina y lo ve como algo normal. Solo con los años será consciente del alcance del problema.
Por otro lado, a la víctima, en la mayoría de los casos, la han educado en la creencia de que un sacerdote no puede equivocarse ni cometer pecado, por lo que para el menor, el hecho de cargar con la culpa se convierte en un acto natural. El efecto psicológico arrasador que el abuso tiene sobre el menor, en estos casos, se multiplica, pues proviene de alguien que se encumbra como lo más sagrado. De repente, la persona que representa, de algún modo, la encarnación de Dios en la tierra –un ser superior perteneciente a una casta elegida que es capaz, nada más y nada menos, que de transformar el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo y de perdonar los pecados– se convierte en tu verdugo, y aquello que debería ser lo más puro de la vida se transforma en la fuente del más absoluto pavor. Marie Collins, irlandesa víctima de abusos, lo describe así: «Las mismas manos que te están dando la comunión se introducen en tu vagina», y Lola, aquí en España de esta otra manera: «El mismo sacerdote que ponía su pene en mi boca para le hiciera una felación, tras violarme por delante y por detrás, me ponía al día siguiente la sagrada forma de la primera comunión».
Con los años, solo las largas y costosas terapias (médicas, psicológicas o psiquiátricas) pueden remediar estos traumas. La curación es, por consiguiente, un proceso delicado y tortuoso. El primer paso siempre es el más difícil: la aceptación del maltrato. Cuesta admitir que los recuerdos que afloran en tu memoria no son fruto de la locura o de la ensoñación, sino de una realidad que ha marcado el devenir de tu vida o la ha arruinado.
En algunos países, la Iglesia ha comenzado a pedir perdón a las víctimas y a poner a su disposición recursos para contribuir a su recuperación. En España, esta no se ha movilizado ni siquiera para conocer la verdadera dimensión del problema, a pesar de que el papa Benedicto XVI –que recordamos abdicó por los numerosos escándalos dentro del Vaticano, entre los que se encontraba la pederastia– llegara a afirmar que la Iglesia está ante la mayor crisis de su historia desde la Reforma protestante.