CASOS
Estamos hablando de miles y miles de casos que se han dado y se continúan dando en el mundo. A cual más horrible. Aquí sólo recogemos algunos testimonios para que el lector se haga una pequeña idea de lo desgarrador de los mismos. La mayoría aparecen en los libros Los internados del miedo, de los periodistas Ricard Belis y Montse Armengou (Now bocks, 2016), y Lobos con piel de pastor, del periodista Juan Ignacio Cortés (Editorial San Pablo, 2018)
«Los abusos sexuales se daban con suma frecuencia–cuenta una de las víctima anónimas–. A la crueldad y la humillación de tocamientos, felaciones y violaciones, se añadía la perversión mental con que nos hacían creer a los niños que los mismos eran los designios de Dios. Eso sí, unos designios inconfesables que debíamos mantener en secreto, bajo amenazas de castigos y terribles sufrimientos, tanto para nosotros como para nuestros familiares».
«En un primer momento te dejabas hacer –confiesa Juan Antonio de Miguel, de su paso por los Hogares Mundet (Salesianos)–, porque no sabías si eso estaba bien o mal (…). Casi agradecías en aquel maldito encierro que un cura te mostrara afecto en lugar de maltratarte (…). Las secuelas del internado son difíciles de superar: aún hoy me cuesta relacionarme y mirar a alguien a los ojos cuando me habla».
Joan Sisa cuenta en estos mismos Hogares Mundet: «Aparte de los golpes, uno de los castigos más frecuentes consistía en hacer salir por la noche a los niños del dormitorio y tenerlos de pie en el pasillo sin poder dormir. Este era uno de los marcos ideales para que se produjeran abusos sexuales. Yo fui tanto víctima como testigo de los mismos. Recuerdo cómo un niño, tras ser penetrado analmente por un sacerdote, al día siguiente tuvo que ser trasladado a la enfermería».
En el Colegio de San Fernando de Madrid (Salesianos), donde se daba con frecuencia la pederastia, José Sobrino, uno de los afectados que en su día se decidió a denunciar, narra cómo los domingos en el cine algunos sacerdotes se aprovechaban de ellos. «Lo intentaban principalmente –cuenta– con niños que carecían de padres, porque estaban más indefensos (…). Nos tocaban durante la proyección». Después nadie hablaba del tema, aunque los alumnos que sufrían los abusos quedaban marcados para siempre. «Recuerdo a un compañero que lo violaban dos curas: cuando uno terminaba, empezaba el otro, y luego volvía a manos del primero, y así durante una buena temporada. Su vida quedó marcada para siempre, y hasta hace poco ha sido incapaz de contárselo a nadie». Según su testimonio, el director del centro lo sabía, y hasta el subdirector era uno de los violadores, pero no lo denunciaba para no afectar a la reputación del centro. Por otro lado, sabía muy bien que las víctimas no podían acusarlos ante nadie.
La pederastia en la orden de los Maristas ha dado lugar a un libro y a una película. Todo comenzó con la denuncia de Manuel Barbero, padre de una de las víctimas (y víctima él también en la infancia), al profesor de Educación Física, Joaquín Benítez. Un periodista de la sección de sucesos de El Periódico de Catalunya narró todo el horror en una sección especial titulada ’Crónica del caso maristas’. Solo en Cataluña han salido imputados catorce antiguos profesores de los colegios de esta orden, y la investigación continúa abierta.
Algunos de estos repugnantes sacerdotes han sido auténticos depredadores sexuales, como es el caso de Brendan Smyth, que llegó a abusar a lo largo de 40 años, en parroquias de Belfast, Dublín y EE. UU, al menos de 143 niños. Varios de sus superiores recibieron denuncias de su comportamiento sexual criminal, pero no hicieron nada para detenerlo. Cuando afloraban las denuncias, como medida, se limitaban a cambiarlo de parroquia. El escándalo desatado en Irlanda, tras conocerse el horror que había causado, provocó incluso la caída del Gobierno (diciembre de 1994).
Daniel Pitt, de Friburgo (Suiza francófona), cuenta en su libro Lo perdono, padre las vejaciones que sufrió entre los 9 y los 13 años a manos del sacerdote capuchino Joel Allaz. Calcula que fue violado en este tiempo más de 200 veces y tuvo que soportar otras tantas ceremonias de macabros ritos sexuales. Transcurridos 58 años de los sucesos, confiesa que ha estado en terapia más de 20 de los mismos, con varios intentos de suicidio. «Yo me acostumbré a ser violado como un perro se acostumbra a su caseta –acaba diciendo–». Hoy de este sacerdote se reconocen 154 víctimas, pero solo Daniel Pitt ha tenido el valor de denunciar.
Noticiado fue también en España el caso del clan de los Romanones, grupo de sacerdotes y laicos de Granada, cuya figura más prominente era el padre Román Martínez. Al menos cuatro de sus miembros se sabe que mantenían relaciones sexuales entre ellos. El propio padre Román afirmaba sin rubor que esta promiscuidad sexual era perfectamente natural y agradable a los ojos de Dios. F. L. los denunció ante el Vaticano en 2014, tras haber sufrido maltrato físico y psicológico por uno de ellos, además de abusos de todo tipo. La respuesta recibida de la curia vaticana fue que el caso, al haber pasado más de 20 años, estaba prescrito. El cura que abusó de él se llamaba José Ramón Ramos Gordón, un joven sacerdote con el que coincidió en el Seminario Mayor de Astorga, en La Bañeza.
Las denuncias que realizó, en un primer momento, ante su tutor, Francisco Javier Redondo de Paz, no fueron tomadas en consideración por carecer de pruebas. Su propia madre le dijo que lo habría soñado todo, y que tanto él como su hermano, que también era objeto de malos tratos, lo olvidaran. Los superiores quisieron acallarlo prometiéndole tomar algunas medidas, pero la totalidad de las mismas fueron incumplidas. «En el seminario había un clima terrible de miedo –nos cuenta–, sobre todo por las noches. Son muchísimas las víctimas, pero aún hoy les sigue dando mucho miedo y vergüenza ser identificadas como tales. España es otra Irlanda, por eso debemos denunciar». José Manuel Ramos Gordón, –denuncia F. L. en carta ante el Papa– se acercaba a mi cama, introducía sus dedos por el ano, mientras me tocaba con la otra mano. Las silenciosas lágrimas que yo derramaba no eran para él un impedimento ni un límite, y solo me quedaba pensar en que el tiempo pasaría y que terminaría pronto. Apretaba los ojos y respiraba, no podía hacer nada más hasta que por fin terminaba y notaba el asqueroso, húmedo y caliente fluido que había derramado sobre mí. Cuando ya se había marchado, tenía que levantarme, tembloroso, llorando, y atravesar descalzo el dormitorio para ir a lavarme con agua fría y retirar de mi cuerpo el vomitivo semen que tenía encima… ¡Cuánto extrañé los brazos de mi madre!, ¡el cobijo de su pecho!, sentirme como cualquier otro niño, protegido en su regazo y saber que nada malo podía pasarme mientras estuviera allí. Su carta nunca fue respondida.
En agosto de 2018, volvió a escribir a su Santidad en estos términos: Como víctima reconocida, me siento indignado con el trato que se me está dispensando. Han sido dos años y medio de proceso, de abrir heridas, de exponer ante extraños algo tan íntimo y doloroso como son los abusos que sufrí y cuyas secuelas aún arrastro, y como respuesta solo obtengo silencio y desdén… Denunciar es sacar a la luz el dolor que nunca se fue, es volver a sentir la repugnancia de unos actos aberrantemente sucios que me han acompañado durante treinta años (…) Sobran ya las palabras… faltan hechos. Otro de los afectados, un tal Daniel, valientemente, denunció al padre Román ante la justicia ordinaria, pero este resultó absuelto por falta de pruebas y Daniel condenado a pagar las costas del juicio.
Uno de los testimonios más duros es el de Dolores Zamorano, quien con nueve años fue internada por sus padres en el Preventorio Antituberculosos del Doctor Murillo, en Guadarrama. Nadie en la familia padecía la enfermedad, pero pensaron que le vendrían bien unos días en la sierra, allí viajó acompañada de su hermana de ocho años. Tras numerosas humillaciones y vejaciones, ya el tercer día de estancia fue violada, anal y vaginalmente, por el capellán que la preparaba para la primera comunión en catequesis individuales, y obligada a hacerle felaciones, bajo amenazas y justificaciones divinas. Luego el sacerdote la castigó y encerró en un cuarto por pecadora y seductora.
Lola, de la que ya hemos hablado más arriba, fue violada por el sacerdote que, al día siguiente, le dio la primera comunión. Lo cuenta así: «No pude hacer la comunión en grupo porque estaba enferma, así que el cura me dio catequesis aparte. El primer día me llevó a la sacristía, y ya vi que, con sus zalamerías, quería ganarme. El segundo empezó a bajar la mano por mi pecho y a tocarme. Y el tercero pasó ya lo que pasó: me violó por delante y por detrás, y luego me obligó a hacerle una felación. Aquello fue brutal; si no me morí allí, no moriré nunca. El asco que sentí no se puede explicar. ¡Tengo 60 años y aún creo que soy culpable! No lo voy a olvidar nunca. Toda una vida en manos de psicólogos, para acabar hecha una mierda. Aquel depravado me hizo jurar que no contaría nada a nadie, porque si lo hacía, no volvería a mi casa y a mis padres les pasarían cosas terribles».
El mismo sacerdote que violó a Lola, que se llamaba Don Mauro, dejó sorda a su amiga Julia de un golpe en el oído, también en los días previos a recibir la primera comunión. La niña Julia preguntó al cura, en su inocencia, qué era la hostia, y recibió como respuesta una bofetada con tanta fuerza que la tiró escaleras abajo. Mientras rodaba, el cura le explicó: «Lo que te acabo de dar es una hostia y lo que tú recibirás es la sagrada forma».
Tras estas espeluznantes narraciones, ya solo nos resta añadir que los informes publicados a nivel global sobre esta lacra de la pederastia son desoladores, pudiendo alcanzar, a nivel mundial, incluso al 7% del clero. En España, este porcentaje supondría que unos 1.200 curas pederastas continúan vivos (y, lo que es peor, libres de juicio). Las víctimas, a nivel internacional, podrían elevarse, en estos momentos, a más de 100.000; la misma cantidad que se reconoce en EE.UU en los últimos 50 años.