Este relato me viene inspirado por recuerdos y, también, por las muchas fotografías tomadas antes y durante nuestro viaje. Voy a intentar dejar clara la referencia de alguna de ellas para ilustrar mejor lo que os quiero contar. De verdad, los primeros instantes de esta transpirenaica fueron de «cuento de hadas».
El comienzo habitual suele ser en Llançà, pero en nuestro libro de ruta habíamos elegido el paraje protegido «Espai Cap de Creus» para, tras una cena frugal en el único restaurante que hay, un lugar acogedor, tranquilo y mágico, íbamos a iniciar la aventura pisando fuerte con una noche de vivac durmiendo bajo el faro de Creus «à la belle étoile».
Aquella primera noche me acosté en la colchoneta casi tal cual vine al mundo sobre el saco de dormir a causa del calor con la sola ilusión de ver un amanecer desde el rincón más oriental de la toda la Península.
Lo cierto es que el lunes 13, cuando despuntaba el alba, estábamos inmersos en una densa niebla y a la vez en una nube de mosquitos que nos hicieron pegar un brinco para vestirnos rápidamente y no dejar así terreno al picotazo vil.
No paramos de echar fotos hasta que el sol hizo acto de presencia junto con un azul muy brillante de nuestro viejo Mediterráneo no muy bravío aunque empecinado en entrar y salir por las profundas oquedades de las calas que conforman esta maravillosa costa catalana.
Recuerdo que empecé a pedalear embelesado por el paisaje que se aparecía desde la angosta carretera que en un breve ir y venir de curvas arriba y abajo en tan sólo seis kilómetros nos conducía a Cadaqués, localidad bonita donde la haya. Allí tomamos un café con brioches mientras veíamos en directo uno de los últimos encierros sanfermineros.
Desperté pronto de mis sueños donde imaginaba a Salvador Dalí paseando por aquellas angostas callejuelas decoradas con pintura blanca, cuando al salir del pueblo empezamos a subir por un camino increíblemente empinado, hasta tal punto que, ya a las primeras de cambio, nos hacía desmontar de las bicicletas y empujarlas cara arriba. Esta primera cuesta se me hacía premonitoria. Era como una especie de «cura de humildad», como diciéndonos : «¡Qué os habéis pensado…!». «Sí ,sí…pero nosotros vamos con sobrepeso…!», podríamos alegar mi compañero y yo. ¡Qué le vamos a hacer…! Si nuestro viaje iba a ser aventura pura, y además sostenible, evidentemente no podíamos ir acompañados por un coche de apoyo, sino que con las alforjas adosadas al portabultos, transportábamos todo tipo de enseres : hornillos, vajilla, tienda de campaña, colchonetas, comida, ropa y hasta un ordenador portátil.
Una vez superado este primer puerto, iniciamos un descenso siempre con vistas al mar hasta llegar al Port de la Selva y después a Llançà. Llevábamos recorridos más de treinta kilómetros, eran las 12 del mediodía y Diego , tan previsor él, compraba repelente de mosquitos además de comida y algunos otros detalles.
Ahora empezaba realmente la etapa, que eran más de 60 kilómetros bajo un sol abrasador. La única ventaja era que soplaba «marinada», un suave y fresco viento que aún así no aplacaba el calor húmedo que nos hacía parar en Espolla, para tomar Diego una cerveza y yo un café pues eran las cuatro de la tarde y rondábamos los 40 grados centígrados. Aproveché la cercanía del gerente del local con quien entablé una animosa charla donde me contaba que él había hecho la mili en Sabiñánigo y le gustaba Huesca. Yo le contestaba que en Barbastro también, gracias al cuartel, habíamos recibido a muchos jóvenes de toda España y que incluso hubo casos de algunos que se quedaron entre nosotros. Decía esto pensando en nuestro querido peluquero Maxi .