No somos árboles, pero aun así solemos echar raíces. Bajo nuestros pies la tierra aguarda para entregarnos el pan y la sal, obsequio que todo nuevo viajero merece como recibimiento. Nacer es como llegar procedente de un misterioso desierto. Atrás queda el enigma sobre el cual los más sabios prefieren no hacer preguntas. Por delante espera la predisposición al hambre y a la compañía, condición que hará de nosotros animales sociables. Nadie ha elegido el tiempo ni el lugar, pero así como uno mama del pecho materno, lentamente se aficiona a creer que el único mundo posible es aquel que se puede tocar. Ésta es la manera en que llegamos a ser de un sitio y no de otro.
Aseguran que habitamos una aldea global, pero esto no lo entenderemos mientras no colonicemos el espacio exterior. En espera de tal suceso habremos de resignarnos a sentirnos parte de paisajes menores, tales como Nueva York, Tokyo o Pomar de Cinca. En todas esas poblaciones se puede ser un pueblerino, porque todos subdividimos la realidad hasta originar pequeñas intimidades a las que acogernos. Este es un siglo de viajes demasiado fáciles. Nadie que se desplace 10.000 kilómetros lo tiene complicado para regresar al punto de partida. Ni siquiera los más atrevidos necesitan desarraigarse para poder ver mundo. Somos pues, más que nunca, tan terruñeros como la hormiga. En realidad los únicos apátridas que he conocido eran los sin techo, que nunca pertenecían a ninguna parte aunque no cambiasen jamás de portal donde cobijarse. Lo cierto es que nadie quiere ser extranjero hasta ese punto. Todos preferimos tener un mínimo de ataduras, un mínimo de sentimientos compartidos que nos hagan comprender las cosas, y es que en gran medida seguimos pensando con el corazón. Forastero, a fin de cuentas, es aquél que todavía necesita entender con la cabeza.
Forastero fui yo en Madrid, la ciudad que no me amó. Me faltaron las complicidades necesarias para saber traducir el deje local, ese quedarse con el personal del que los madrileños tanto suelen presumir. Quizá todo se debió a una incapacidad innata para adaptarme a las villas con más de un millón de habitantes. Con su decente aire de segundona, Zaragoza me había dado las llaves de su trastienda. Cuánto más Barbastro, a la cual debo varios años de crecimiento, entre muchachos finalmente acostumbrados a mi fuerte acento rústico. La capital somontanesa se convirtió en mi segundo asidero a la tierra, en una súbita ampliación de mi campo visual. La vida consta de expectación y memoria. Quiero decir que crecemos así como nuestra noción de pasado va incrementándose, robando espacio al porvenir. En realidad, tener cincuenta y cuatro años consiste en poder identificar ya un número considerable de lápidas en el cementerio. A los catorce, en cambio, el camposanto sigue siendo una saludable incógnita, porque la vida aún se asimila a una página en blanco. Que mi adolescencia transcurriese mayormente en la ciudad del Vero, por tanto, significa que algo me deben las aulas ahora clausuradas del Seminario, algo me deben los carrascales atravesados camino del Pueyo o las escapadas a la Sociedad. Las cosas siempre consisten en poner un pie delante del otro, pero caminar no es lo mismo dependiendo de la edad. Llegados a la vejez cada paso es un esfuerzo por desmentir la atracción creciente del subsuelo. De mozo en cambio es el propio terrón el que te expulsa de sí mismo, rumbo a un viaje que no por incierto deja de ser obligatorio. He notado ese rebote tanto en los regadíos del Cinca Medio como entre los olivares del Somontano, a lo largo de veranos cuya savia nos emborrachaba igual que un vino peleón.
Todos vamos muriendo en el intento de vivir. Por ahí va quedando nuestro ADN, como huella más o menos perceptible de nuestras aspiraciones. Cumplir dieciocho años no deja de requerir ya un cierto aplomo, al menos si uno quiere dejar en este mundo algún recuerdo, bueno o malo, eso es lo de menos. No sé qué más les diré. ¿Habrán adivinado ustedes que a mí me faltó ese resabio del que hablo? El caso es que se puede nacer por segunda vez, pero que después de eso la cosa no da para muchas alegrías. No, no soy ciego ni manco. Mi accidente fue otro, del cual otro día quizás hable, pero ahora ésa es otra historia.
Lo malo de los viajes en redondo es que has envejecido para nada. De nuevo en la línea de salida después de cinco años, tuve que renunciar a aquellos otros espacios, más amplios, y contentarme con la aparente estrechez del terruño originario. Estrechez no significa intimidad. La verdad es que nunca he sido capaz de restañar totalmente el vínculo con el origen, una vez quebrado éste por el tamaño de mis expectativas de juventud. Casi todos volvemos, pero sólo hasta cierto punto. Una simple traslación de cincuenta kilómetros nos lleva al exotismo de Cataluña. Francia no está mucho más lejos. Regresamos, pero hemos conocido una alternativa, una tentación de renuncia. Contra eso tengo yo un antídoto: cuando sientan dentro de sí mismos la irrefrenable exigencia de una evasión materialmente inviable, cierren simplemente los ojos, e intenten reconstruir mentalmente el trayecto recorrido a través del enigmático desierto del cual les hablé al principio. Se encontrarán ustedes con el calor y la sequedad bíblicas, propias de un Sáhara en el que pululan antediluvianos beduinos, dispuestos a matar por el botín. Su vehículo, en el mejor de los casos, será un dromedario indiferente a su mareo, y del cual tendrán que defenderse si va en celo. Como no habitan ninguna época reciente, sino la noche de los tiempos, no dispondrán de armas de fuego con las que defenderse de las bestias. A punto de morir de sed, llegarán a charcas salobres. Esta es quizá la película que les hubiera gustado protagonizar.
Y al despertar, cuando una enfermera les tribute un vaso de agua antes de decirles que han superado lo peor de la Covid, agradecerán la oportunidad de seguir siendo un árbol dotado de raíces.