Por razones bien distintas, padre e hija son condenados a muerte tras la contienda civil: Nunila, por su militancia comunista; Mario, su padre, por delator. Nunila, a modo de diario, nos cuenta lo sufrido a su paso por las distintas prisiones de mujeres del país (Madrid, Zaragoza y Barbastro); Mario, a modo de monólogo interior, el desasosiego y la angustia, hasta rozar la locura, en las postreras horas como condenado a muerte. Para Nunila el tiempo se eterniza en la galería de penadas en espera de un posible indulto o de una reducción de condena que salve su vida (pero también en los interminables minutos que dura en la noche la lectura de los nombres de las reclusas que al amanecer van ser ajusticiadas); para Mario, por el contrario, el tiempo fluye inmisericorde, con una cadencia no deseada, en una lóbrega celda del convento de las Capuchinas de Barbastro: sabe que con el amanecer llegará irremisiblemente su anochecer eterno. Nunila lenifica la lentitud del paso de los días en la espera de noticias y visitas de su amado; Mario comprime el inexorable paso de las horas en desbocadas reflexiones.
Dos largas noches de insomnio. Dos vidas al borde de la cascada. Dos historias de seres corrientes, moldeados en la monótona e idílica experiencia humana, sacados bruscamente de su realidad social para pasar a una traumática situación creada por el inmisericorde intruso. Dos almas torturadas por las terribles circunstancias externas, por el desconcierto y la impiedad. Dos modos de alquitarar el sufrimiento y la tortura psicológica que supone la espera de la condena a muerte. Dos formas de sobrellevar el tiempo tasado con usura. Dos finales diferentes.
Y como marco, un teatro del horror, cuyo telón de fondo –y a su vez corazón del relato– no es otro que la injusticia social, la venganza despiadada y la miseria humana. Una revelación hiriente de la represión ideológica en sus efectos más eficazmente perversos: aquellos que conjuntan justicia con humillación arbitraria, fe con represión y la cotidianidad más inhumana con las formas más aberrantes de catarsis.
En suma, dos relatos agónicos que hacen de esta obra uno de los más rotundos y descarnados alegatos contra la guerra, la pena de muerte, las dictaduras y la hipocresía religiosa.
Todo dentro de un tiempo circundante, tembloroso, aplastante, amenazador, asfixiante y, finalmente, liberador, que los personajes no han escogido ni deseado, pero que domeña sus vidas. Tiempo de espera, inánime, que acaba por fracturarse en mil falsos silencios: silencios huecos, inquietantes, sobrecogedores. Silencios cuajados de flaquezas, zozobras, angustias y desesperanzas. Silencios que la noche, el horror y la soledad amplifican hasta convertirlos en aterradores fantasmas del inframundo. Así las palabras, salidas del más profundo subconsciente, se van haciendo parcas, desgarradoras, plomizas, cómplices de los silencios; hasta que el tiempo las erosiona, como la lija a la piedra pómez, y las convierte en frágiles vilanos errantes que revolotean sobre el inexorable destino.
Con una fuerza arrolladora, impecable factura, lenguaje innovador y una original y singular estructura, Mostolay ha creado una ficción magistral que rompe con todas las tendencias actuales. Violencia, pasión, historia y literatura se entremezclan y conjuntan en el epicentro del Mal, allí donde nada puede parar el horror.
Obra socialmente comprometida, entre la novela de pensamiento, la novela de fatalidad, el relato biográfico y la crónica, que combina, en síntesis original, la voluntad de objetividad con la necesidad de subjetividad, y donde las visiones, el mundo onírico, las emociones y las ideas, por encima de la razón y la lógica, adquieren corporeidad, al igual que la materia y la naturaleza, vida interior. Sonoridad, precisión, armonía y ritmo son las virtudes que recorren su brillante prosa, con una profusión de imágenes y adjetivos que expresan matices de formas y colores que denotan la clara preocupación del autor por lo plástico.
Todo un derroche de imaginación y creatividad estructurado a partir de hechos reales acaecidos en el Somontano durante la Guerra Civil y la posguerra, y con unos personajes históricos resucitados por el autor que de nuevo recrean la historia y deambulan por las calles de la ciudad de Barbastro y otras poblaciones menores del entorno, como Radiquero, San Pelegrín, Alquézar, Salas Altas o el mesón de Sevil, o por capitales como Madrid y Zaragoza, para dar cuerpo y sentido a la ficción.
Estamos, pues, ante una obra genial, que invita a la lectura pausada y a la reflexión, que a ningún lector va a dejar indiferente.