Reseña es la noticia y examen de una obra literaria. Un término que parece más acuñado para libros, y no para géneros de periódico o revista, como la columna, el artículo, la editorial y otros. Pero tras leer en este mismo medio, con el atraso que corresponde a mi larga fila de lecturas pendientes, esta Suplicia que nos presenta Susana Diez de la Cortina Montemayor, vale la pena comentar su contenido.
De Sulpicia hija de Servio Sulpicio, abnegada esposa de Lucio Casio, romana de la segunda mitad del siglo menos uno, se sabe bien poco. Apenas media docena de composiciones que nos han llegado gracias a Albio Tibulo. Sobre ellas, pesa la duda de un grupo de detractores, que sostienen que una dama de su alcurnia nunca hubiera osado escribir algo tan atrevido. Interesante argumentación, más propio de las policías morales, que no parece fuera compartido, años después, por algunas damas imperiales de la dinastía julio-claudia. Seguro que Julia la Mayor o Mesalina no han podido ser tachadas de recatadas mojigatas por nadie que haya revisado sus currículums.
Susana, gran señora del lenguaje que domina como pocos, utiliza la etimología para mejor entender el largo y tormentoso paso de la mujer por la historia, un tema que siempre le ha sido atrayente, como prueba su extraordinario libro sobre la mujer y los sueños, obra recomendable para todos los públicos.
Por ella hemos llegado a saber que sacrificio viene de “hacer (algo) sagrado”. Así que los sacrificios humanos, tan frecuentes con doncellas y también con niños, tenían como objetivo complacer a los dioses y aplacar su ira. Personalmente, pienso que era una forma de controlar la natalidad – para lo que no hubiera servido de nada sacrificar viejos -, especialmente indicada en pequeñas islas volcánicas que contaban con un volcán sagrado. Pero, si al paso, apaciguaban a los dioses, pues miel sobre hojuelas.
Los dioses debían ser unos hijos de mala madre, ya que añadían la tortura como forma de sentirse más complacidos. El dios Moloch – palabra de incierto significado, fenicio o cananeo, rey del fuego, rey del sacrificio – gustaba de los niños de corta edad, con frecuencia lactantes, asados vivos dentro de un horno de bronce que representaba su figura taurocéfala, cuya boca abierta permitía oír los alaridos de las criaturas. Participaba en el espectáculo una orquesta para que las voces tuvieran música, todo un refinamiento. Y es creíble que muchas de estas criaturas fueran ofrecidas por sus propios padres, que debían ser hijos de peores madres que su ídolo. La prueba más palpable la da la ley mosaica, en el tercer libro del Pentateuco, que establece la condena a muerte a los padres que entregaran hijos para el sacrificio de Moloch.
Tras un pormenorizado recorrido por las variadas formas de tormentos terminales, encontramos que destaca el fuego. Debe ser cuestión de elegancia, ya que no lo pone todo perdido de sangre. Y ahí es donde Susana nos sorprende con su elección. Fiel a sí misma, a su condición de poetisa exquisita, con hondura de sentimientos y nobleza de su corazón, escoge como peor tortura la que muchos hubieran preferido si les forzaran a elegir entre ellas: la mordaza.
Sulpicia, la Sulpicia de Susana, tiene como el peor sufrimiento verse obligada a callar y no poder manifestar su amor. El moderno feminismo, que ha alcanzado la igualdad de derechos – desgraciadamente, no siempre de hechos – en los países de primer mundo, se dedica a celebrar verbenas para quejas y reivindicaciones, y vuelve la vista hipócrita hacia otro lado cuando se muestran los sitios en los que cientos de millones de mujeres viven condenadas a ciudadanas de segunda, cuando no tratadas como animales de granja o simplemente esclavas, sobre las que el amo decide la suerte que se le antoje, incluidas las compraventa o la ejecución.
Pero el silencio obligado, el no poder exteriorizar el amor por circunstancias prohibidas o inconvenientes, es para Susana la peor tortura. Llegar al fin de camino, con los pecados en la mochila, y presentarse en el juicio definitivo, puede ser una situación inquietante. Pero llegar si haber conseguido en la vida decirle a quien se te haya metido en el corazón que lo has llevado ahí dentro, eso es ya el infierno sin necesidad de juicio.
Eloísa fue enterrada debajo de un almendro porque su demente asesina decidió ajusticiarla por su adulterio con Federico, adulterio que nunca existió. Fue el suyo un amor de salón de visitas, de miradas esquivas para que no fueran delatoras, por emplear una palabrita moderna “sin tocamientos”. Entre paréntesis: un tipo de infierno en el que se alcanzó la igualdad con el varón, pues el que terminó suicidándose, tras el asesinato de su amada, fue Federico. Pero el enterramiento clandestino, el acerrojarle la boca hasta después de la muerte para que no se murmurara sobre su calumniosa infidelidad, cierra el círculo del maltrato con la diabólica intención de dejarlo sin salida, que así pase a ser eterno. La eternidad infernal que Susana denuncia.
Puede que esto no sea exactamente una reseña, ma se non è vero, è ben trovato.