Tuve ocasión de asistir, hace unas semanas, a la presentación del libro en el Ateneo de Madrid, y tras las elogiosas palabras para nuestro escritor del presidente de la Sección de Literatura de esta institución, Aarón García Peña, el propio autor se encargó de decirnos que, pese a encontrarse allí vivito y coleando, se había mandado a sí mismo al Cielo. Hipocresía, ninguna; ironía y humor, a espuertas. Lo que el lector no sabe hasta que se adentra en la lectura del libro es que la principal razón para enviarse a sí mismo el Cielo es la de volver a compartir espacio con su padre, al que describe como un hombre “amable/ pero poco comunicativo, un hombre/ que había nacido en los Pirineos/ y bajó al valle donde se casó/ y murió sin hacer apenas ruido”[1], evocando una conversación con él a propósito del asesinato de Kennedy, cuando el autor contaba solo seis años de edad:
Ahora, tantos años después de la muerte
de Kennedy, miro a mi padre que viaja
a mi lado sin hacer ruido, miro
los campos de Calatorao y pienso
que él sí que era el más poderoso del mundo.
(Gracia Mosteo, 2018:64)
Viajar eternamente con el hombre más poderoso del mundo, el músico que vivió sin hacer ruido, bien vale el esfuerzo en esta vida de procurar a toda costa ir al Cielo. Y sin embargo, la eternidad se reinterpreta en clave de mecánica cuántica, y la realidad y la ficción, el sueño y la vigilia, la finitud e infinitud, el tiempo y el espacio (“la edad me ha descubierto que el calendario/es un laberinto donde se puede/uno perder”[2]) desdibujan sus límites en una poesía que, sin perder de vista su herencia clásica, se zambulle en la más absoluta modernidad:
SCHRÖDINGER NO ES SCHRÖDINGER
La realidad es una ficción,
no estamos más vivos que los héroes
de los libros; no somos distintos
a ellos ni tampoco más concretos.
Hasta el momento en que comprobamos
la realidad compartida, ser
y no ser son verdaderos. Eso es
la mecánica cuántica. Solo entonces
se puede descartar lo que no es cierto.
Mientras tanto, son igualmente reales
una y otra, ambas posibilidades.
Esa persona que un día amamos
y que no nos quiso más que en sueños,
sí nos quiso. Esa otra que ya no está
y con la que sueñas, sigue existiendo.
Es la paradoja de la caja y el gato:
yo estoy aquí pero fallecí en Viena
de tuberculosis; estoy contigo
y en Alpbach enterrado. Los autores
que leemos, están aunque se fueron.
La realidad es una ficción,
es lo mismo estar vivo o estar muerto;
Dios es un lector transformado en libro,
alguien que confunde fuera y dentro.
(Gracia Mosteo, 2018:60)
Poesía intelectual, metaliteraria, crítica, llena de admiración pero también de ironía, y sin embargo ‘sentida’ en el doble significado de plena de sentido y de sentimiento. El último poema, que cierra el libro, es muy significativo. Dedicado al poeta y gran fotógrafo José Verón (Calatayud, 1946), de él nos dice Gracia Mosteo: “Poeta de la vida sencilla. Su poesía resulta imprescindible para conocer la sensibilidad de los que siguen el ejemplo de Marcial y Fray Luis de León”[3]. Y, claro, manda su fantasma literario al Cielo. Aquí les dejo ese último poema del libro, a modo de resumen de una obra cuyo contenido provoca múltiples sugerencias ya desde su mismo título:
EPÍLOGO: EL ESPÍRITU DE VERÓN
Dicen los discípulos de Platón
que llevamos el cielo y el infierno.
Contesta Aristóteles que la idea
no nos guía al conocimiento,
sino la experiencia, ese vehículo
que conduce al edén o el abismo.
Digo yo que Pessoa y Laforgue,
Scott Fitzgerald y Stevenson,
además de Verón, son mis virgilios,
ellos, sus novelas y poemas.
Dicen los discípulos de Platón
que llevamos el cielo y el infierno:
digo yo que el mal lo cantó Rimbaud,
el bien, Verón en sus versos:
el campo, el sol que nace
y el paso lento del tiempo.
(Gracia Mosteo, 2018:67)
[1] Gracia Mosteo, 2018:63-64
[2] Gracia Mosteo, 2018:61-62
[3] Gracia Mosteo, 2018:75