Aunque Tarif fuera el primer capitán musulmán en cruzar el estrecho, no fue un verdadero líder de la conquista de Hispania, mérito que hay que dejarles a Táriq y Muzà… y a interesados colaboradores. Los godos, hispanos al fin, se dedicaban a pelearse unos contra otros. Al andaluz rey Rodrigo, hacerse con el trono de Witiza le costó una guerra sucesoria con Agila II (catalán), a la que añadir judíos, francos y aristócratas traidores, destacadamente el conde Don Julián, señor de la Septem romana (hoy Ceuta), quien facilitó a los invasores cruzar el estrecho. Así las cosas, la conquista fue un paseo. A los diez años ya estaban en Covadonga, donde los astures se pusieron un tanto violentos. Pero Barbastro o Balbastro, la antigua Bergidum romana, no es Covadonga ni la falda somontana son los riscos de la Peña Santa. Bastaron sólo tres para convertirla en la Barbascheter musulmana.
La situación se mantuvo sin grandes convulsiones hasta la segunda mitad del siglo XI. Los musulmanes se habían hispanizado mucho y tal vez en lo peor. Cada señorito quería tener su cortijo, así que cayó el califato de Córdoba y aparecieron las taifas. Hasta veintisiete taifas en la primera mitad de ese siglo, incluyendo las tres portuguesas. El año 62, Ramiro I de Aragón se empeñó en la conquista de Barbastro. El rey moro de la taifa de Saraqusta (hoy Zaragoza), Al-Muqtádir el Poderoso, acudió a defenderla. Las guerras no son baratas. A Ramiro le costó la vida en Graus y a Al-Muqtádir, rey rico, libras de plata, que incluían la soldada de una mesnada cristiana invencible. Su principal era un joven caballero castellano, Rodrigo Díaz, natural de Vivar. Fue escudero y amigo de juventud de Sancho, el mayor de los hijos varones de Fernando I de León, el gran reino cristiano de entonces, nacido en la expansión reconquistadora de Asturias, a la que aglutinó.
A aquel Barbastro se le puede considerar escenario de una protocruzada, ya que, como réplica, el Papa Alejandro II convocó a la cristiandad para la rescatar la plaza. Los condes francos respondieron a la llamada. Hay historiadores que defienden que fue mayor el contingente de aquitanos que los aragoneses y catalanes. Estos “cruzados” cumplieron su cometido: pasaron a cuchillo a miles de derrotados, saquearon y se volvieron a casa con sus trofeos, que incluían buena cantidad de mujeres, mayoritariamente niñas, dejando los restos en tenencia a Armengol el de Barbastro, conde de Urgell. Pero Al-Muqtádir los pagó con su misma moneda. Convocó al mundo islámico a la yihad (lucha) y muchos andalusíes respondieron, recuperando en breve la ciudad somontana.
Por aquel tiempo, Rodrigo Díaz se había ido a guerrear como alférez de su señor Sancho, ya el rey Sancho II, pues el testamento de su recién fallecido padre Fernando I transformó en reino el condado de Castilla. Nombró al menor, García, rey de Galicia y señor de Coimbra, y legó a sus dos hijas, Urraca y Elvira, las respectivas ciudades de Zamora y Toro. Pero la parte del león de León caía en las manos del hijo varón segundo, Alfonso VI, que recibiría con ella el grueso de las parias (impuesto que los reyezuelos de las taifas tenían que pagar a reyes más poderosos con el pretexto de su protección). Sancho se enfureció por considerar vulnerados sus derechos de mayorazgo. Al principio ayudado por Alfonso, despacharon a su hermano García. Y después se revolvió, él contra todos, para reunificar el reino bajo su cetro. La primogénita Urraca acogió en Zamora a muchos leales de Alfonso, a quienes su rey había abandonado huyendo a Toledo. Uno de ellos, Vellido Adolfo, se presentó como desertor para unirse a Sancho y lo que realmente hizo fue ensartarlo con su lanza. Éste es el Bellido Dolfos de los juglares y probablemente el Vellit Adulfiz de la historia, en la que debía estar amortizado. Pero diez siglos después no lo está. Un juicio muy muy póstumo sobre la conducta del personaje debate sobre si el portillo por el que entró en su huida a intramuros debe llamarse de la traición o de la lealtad. Diez siglos y las taifas continúan. “León sin Castilla, ¡qué maravilla!”. Aldeas y cortijos. Nuevas caras, nuevos tiempos. Pero continúan. Y así no iremos bien.
Vasallo por fuerza de Alfonso VI, Rodrigo optó por ofrecer sus servicios a los condes de Barcelona, quienes lo rechazaron. Volvió donde había encontrado cariño, esto es, a Al-Muqtádir, que lo recibió con mucha necesidad y poca salud. Moriría a los dos años. Los musulmanes le llamaron Sayyid (mi Señor), sobrenombre que se castellanizó en “mío Cid”. La leyenda del héroe invicto comenzaba y duró diez siglos hasta que los modernizadores se ensañaron con él. Hoy hay quien llama progreso a ensañarse con el pasado, aunque eso no deje tiempo para construir el futuro. El regeneracionista somontano (al menos, del Cinca medio), Joaquín Costa, pidió que cerraran su sepulcro con siete llaves. Y, sin embargo, Rodrigo Díaz dejó un ejemplo que vendría bien no haber olvidado.
Hay españoles de rancio españolismo que han temblado de indignación por el mismo motivo que sus irreconciliables enemigos (los que buscan la desintegración de España) lo han hecho de regocijo. Pero, por mucho odio que intercambien, tienen un denominador común: su ignorancia de la historia. Porque aquéllos que no la ignoran saben y han sabido siempre que el Cid fue un guerrero de fortuna. Sus relaciones con su señor Alfonso VI no fueron idílicas. Desde la conquista de Toledo (1085), el vanidoso señor se dio el título de Emperador de las dos Religiones. Por dos veces, desterró al Cid. La segunda, con especial fiereza, expropiando sus bienes y encarcelando familiares suyos. Dos años después del primer desembarco de almorávides en Algeciras, acaecido el 30 de julio de 1086, el Cid comprendió que no se trataba de una escaramuza más. Soldados-monjes magrebíes del islam radical. Nada parecido al compadreo de las taifas y sus reyezuelos clientes. Entrenados, resistentes, austeros, crueles, belicosos y absolutamente convencidos de que tras la muerte en la batalla les esperaba el paraíso. Suponían un serio peligro para la supervivencia de los cristianos (y de las propias taifas). La vida mercenaria de Rodrigo Díaz tocó a su fin. Harto de vasallajes, se autodeclaró independiente. Sus señores seguían jugando a robarse villas. Pero el enemigo lo era de todos. Y era muy malo.
Si su ejemplo hubiera permanecido, los políticos hubieran actuado de muy diferente manera ante la llegada del nuevo enemigo, peor que los almorávides. Se llama covid. Es el momento de la unidad, de la defensa del pueblo, de la lucha por su salud. Ni por ésas. Hasta los muertos son aprovechados para mejor jugar sus bazas. Los únicos cadáveres que interesan son los que aparezcan en el armario del rival político. Los otros poco importan, ni se molestan en contarlos. Si tienen ustedes curiosidad, acudan a las funerarias o al INE y dejen de oír cansinos partes en televisión. En el 2020 hemos superado la media de años anteriores en 65.000 ó más decesos. Esos son los muertos del covid.
El independiente Cid volvió sus ojos hacia las taifas tardías, valencianas y ricas: Molina, Denia y Murviedro (hoy Sagunto). Tal como sospechó, en 1090 se produjo el gran desembarco en Algeciras. Controlar el levante español era esencial para impedir la expansión almorávide. Alfonso VI le atacó por pura ambición, incluso aliándose con almorávides, y el torpe y fratricida conde de Barcelona, Berenguer Ramón II, siguió perdiendo batallas contra él, hasta que, al acabar desterrado por el asesinato de su hermano, se enroló en una cruzada a tierra santa de la que nunca volvió. Rodrigo conquistó Valencia para sí mismo en junio de 1094, pero no se dio el título de rey sino el de Señor, un nombre que no procedía de la realeza, sino del pueblo llano y moro. Zanjó la cuestión barcelonesa casando a una de sus hijas con Ramón Berenguer III. Firmaba, en latín, como Rodericus Campidoctor, Rodrigo el Campeador, mientras que rechazaba uno tras otro todos los ataques que contra su nuevo reino se lanzaban. Nunca perdió una batalla en la que interviniera personalmente. Reinó, hasta su muerte, durante 5 años. Con él murió su ejemplo: un mal enemigo exige unidad. Fue sustituido por su esposa Ximena, ya que había perdido a su único hijo varón por ayudar a Alfonso VI en la batalla de Consuegra contra los almorávides, que Alfonso fue incapaz de ganar. Como fue incapaz de defender Valencia después que Ximena recabara su ayuda a los tres años de su reinado. Sólo supo incendiarla.