Harry Gómez, polímata de imborrable huella en varias generaciones de barbastrenses y que, entre otras cosas ha terminado dando nombre al ciclo en el que algunos jueves la vida se viste de cine, inició una geografía sentimental de Barbastro de la que dejó varias muestras, recorriendo un camino en el que diseccionaba la realidad para hacerla evanescente a través de las palabras.
Bastante tiempo después, Juan Carlos Ferré ha retomado esa idea y ha pergeñado y comisariado un trabajo misceláneo, ora palimpsesto, ora irreverencia, muy alejado del disciplinado orden de los catálogos habituales, casi siempre trabajos higiénicamente uniformados que terminan teniendo la misma emoción que el abecedario. A través de la participación de propios y extraños ha construido una suerte de cadáver exquisito, mezclando ideas, personas y narraciones que, queriendo conformar esa geografía sentimental, han trazado las líneas de la mano de una ciudad que, como todas, es antes cómo se cuenta que cómo se siente. Un lugar, en suma, que son todos los lugares desde que el poeta Miguel Torga confirmase que lo universal es lo local sin paredes, aunque eso que vemos ni sea cielo ni sea azul y haya negros, amarillos y cobrizos, blancos, malayos y mestizos.
En Azules y tierras, Barbastro y otros mundos se tejen relatos que tienen tanto de ficción como de documento, pues el mero ejercicio de pasar a imágenes o a palabras el pensamiento tiene tanto de traducción como de traición. A veces esa búsqueda arrastra turbios sedimentos, otras proyecta desequilibrios irresueltos, pero siempre retrata al osado aspirante que intenta, iluso, poner color a los sonidos. Del porqué de esas conexiones es mejor no investigar demasiado: a veces empiezas a buscar explicaciones a la primavera y terminas borracho durmiendo al raso, que las preguntas las carga el diablo. Carlos Vermú explica como nadie esa lucha del ser humano entre lo emocional y lo racional en un diálogo de Magical Girl: No tenemos claro si somos un país emocional o racional. Los países nórdicos, por ejemplo, son países cerebrales. Sin embargo, los árabes o latinos han aceptado su lado pasional sin complejo ni culpa. Ellos, unos y otros, tienen claro que parte predomina. Los españoles estamos suspendidos en una balanza que está justo en la mitad. Así somos los españoles, como las corridas de toros. ¿Y qué son las corridas de toros? La representación de la lucha entre el instinto y la técnica. Entre la emoción y la razón. Y ahí seguimos.
Para los que no somos BTVs participar en un proyecto así tiene algo de impostura, incluso de temor a ser descubiertos y que alguien nos obligue a bajar del noble bajel de la barbastridad, pero mientras eso ocurre disfrutamos de la experiencia como polizones con mueble bar, desacomplejados y sigilosos. Los forasteros, incluso los de Salas (ni Altas, ni Bajas, pues es el único caso en el mundo de doble antonomasia: les preguntas por su procedencia y parece que juegas al quién es quién), terminamos cicatrizando en lugares a los que antes no íbamos ni de propio. Será porque hay sitios que pasan a ser tuyos, ya sea porque nadie los quiere o porque ni la imaginación delinque ni la memoria necesita notarios.
He aquí dos ejemplos del trabajo Azules y tierras, Barbastro y otros mundos, exposición que podrá verse en la sala de exposiciones de la UNED a partir del 16 de diciembre.
Pasa el Vero por Barbastro sin saber el nombre que lleva. Aquí es obligado a olvidar su pasado, aunque el hormigón que lo desbrava y humilla tema, sin embargo, al rencor del agua y a las páginas del atlas. En noches como esta el sonido del río habla de un mundo muy antiguo que ya solo permanece en la memoria de algunos árboles como elegía indescifrable de otros fríos y otros silencios. Si no fuera por la luz de las farolas, los sonámbulos que cantan cuando duermen o las plantas que llegaron en barco, junto al río estaríamos muy atrás, antes incluso de dioses y de voces. Nunca pasé por el río que no lo mirase. Ese es el hechizo
Y aquí, merced a la labor documental de Antonio Latorre Pelegrín, una geografía sentimental que escribió Harry Gómez en septiembre de 1988, La calle Mayor.
En principio fue el Entremuro: de acuerdo. Durante siglos Barbastro se acostaba de lado, con las narices hacia el Vero (limpio, inocente y feliz, pues ignoraba las barbaridades que le iban a hacer en el siglo XX) y de espaldas al “Barranco Hondo”, cenagal insalubre y maloliente. El tiempo se encargó de que tanto la ciudad, como el angosto lecho en el que dormía y vivía, se alargara y alargara hasta el Arrabal que le dio de beber con sus fuentes, míticas y hermosas del “Vívero”, el “Azud” y “San Francisco”. Hasta ahí todo normal. Pero a partir del siglo XIX, a la cara moruna y renacentista de aquel Barbastro le salió un flemón, al que le dieron el nombre de calle de General Ricardos.
Y desde aquel momento aquella calle que se había ido alargando y alargando y a la que se había puesto de nombre Calle Mayor empezó a ir adquiriendo el nombre oficial (Calle Argensola) y a perder el que durante siglos había detentado. En la actualidad de Calle Mayor ya no tiene nada. En cualquier momento puede subir un camión tremendo y tenerte que pegar contra la pared, con objeto de no ser aplastado como una cucaracha. Ya no es la arteria principal. La Calle General Ricardos primero y la de Monseñor Escrivá después la han reducido a calle secundaria como tantas otras.
Pero algunas tardes de primavera puede suceder que el sol se filtre por el arco de la casa de Monseñor Escrivá dibujando sombras y luces. Puede suceder que por algunos momentos se haga el silencio y casi se perciba el murmullo del río, eterno compañero que discurre paralelo hasta encontrarse en el vértice de San Francisco. Puede suceder que tu imaginación haga recobrar al Palacio de los Argensolas su viejo esplendor. Y cuando todas estas cosas ocurren la vieja calle por la que discurrieron moros y cristianos, príncipes y obispos, milicianos y requetés, comerciantes y agricultores puede que recobre como un temblor antiguo toda su tradición y toda su antigua vida y vuelva a ser, aunque sólo sea por un momento la antigua Calle Mayor.