Se suele decir que la Edad Antigua se inicia, junto con el surgimiento de la escritura, unos 4.000 años antes del nacimiento de Cristo, y finaliza en el 476 de nuestra era, con la caída del Imperio Romano de Occidente, acontecimiento que precipitó el advenimiento de la oscuramente mal llamada Edad Media. Durante el largo Medievo, cuando comenzaron a formarse las lenguas neolatinas, muchas de las palabras que conocíamos desde la Antigüedad fueron tomando nuevos -y a veces sorprendentes- significados.
Supplicium, derivado del latín supplex, suplicis (suplicante), se originó a partir del prefijo sub– (abajo) y la raíz verbal plicare (doblar, doblegar), aunque hay quien lo ha hecho depender de placare, que significaba ‘calmar’ o ‘apaciguar’, ya que en un principio, supplicium significaba ‘inmolación de un animal’, lo que se hacía para apaciguar o doblegar la ira divina; pero más tarde pasó a aplicarse al ‘último suplicio’ o pena de muerte para los humanos, con la cual también solía pensarse que se aplacaba a los dioses. Hoy entendemos ‘suplicio’ como tormento, dolor o tortura en un sentido más o menos metafórico, y no como inmolación de animales o personas, para lo que empleamos con más propiedad la palabra ‘sacrificio’ (de sacrum y de facere, es decir: hacer algo sagrado en honor de una divinidad).
Sabemos que los sacrificios humanos se realizaron en prácticamente todas las culturas de la Antigüedad para honrar a los dioses u obtener su favor. Sobre todo, se sacrificaba a jóvenes varones tras ciertos combates rituales, y a niños. Hoy esos sacrificios nos avergüenzan hasta el punto de que algunos historiadores han insinuado que los hallazgos arqueológicos que los prueban en la América precolombina responden al tendencioso intento de denostar las culturas indígenas por parte de los españoles. Pese a todo, está bien demostrada, incluso, la antropofagia ritual en esas latitudes, tanto como lo están los enterramientos en vida de los sirvientes de los faraones o los de las esposas de ciertos reyes africanos, o los de víctimas propiciatorias que en China o Japón acompañaban a la inauguración de un edificio. Los celtas adivinaban el futuro a partir de los espasmos de la víctima agonizante a la que previamente habían acuchillado, y otros pueblos analizaban las vísceras aún palpitantes para interpretar los augurios. Cartagineses y aborígenes canarios llevaban a cabo con regularidad infanticidios; griegos, escandinavos, israelitas, cretenses o romanos practicaron rituales sacrificiales con seres humanos. A los combates de circo romanos sucedió en el Medievo europeo la ‘ordalía’ o juicio de Dios, plasmado en el sistema de reto (riepto) o duelo, donde el vencedor ganaba el pleito con plenos efectos jurídicos, en la creencia de que Dios no permitiría la victoria del culpable. No admitir todo lo anterior sería tan absurdo como negar que hoy día se sigue imponiendo la pena capital a ciertos reos en lugares tan civilizados como EE.UU., o que perviven ritos y espectáculos deportivos, como el toreo o el boxeo, en los que se arriesga la vida humana. Por no hablar de casos como el reciente de Masha Amini, fallecida tras ser detenida por la “policía moral” iraní bajo el pretexto de no llevar el velo con el debido recato.
La inmolación de doncellas para apaciguar a la naturaleza, o los enterramientos de esposas y concubinas vivas para acompañar en su vida de ultratumba al difunto varón del cual eran propiedad, no fueron los únicos suplicios a los que las mujeres se vieron sometidas durante siglos; la mayoría de sus obras artísticas y literarias fueron sistemáticamente eliminadas o sepultadas bajo pseudónimos masculinos. Tenemos noticia de los versos de Sulpicia, una de las pocas escritoras romanas de la Antigüedad que conocemos, gracias a que fueron incluidos dentro de la obra de Tibulo.
Sulpicia nació apenas unas décadas después de que Roma, en el año 97 a.C., prohibiera los sacrificios humanos, y muchos siglos antes de que la ordalía o juicio de Dios pasase a obtenerse por medio de tortura o tormento, o sea, bajo suplicio. Los versos de Sulpicia nos hablan de otro tipo de suplicio: el de tener que ocultar el amor o renunciar a él. En sus tablillas escribió que la estupidez de la que confesaba arrepentirse más era la de haber dejado solo a su amado para ocultar su ardor, imposible en una romana de su alcurnia, a la que se le exigía conducirse de forma casta y pía y aceptar el marido que dispusiera para ella su familia. La ‘muerte de amor’, motivo literario tan extendido en la Edad Media, no fue sino la manifestación más extrema del sacrificio impuesto a las damas por una sociedad que les impedía elegir pareja libremente.
No aceptar la libre expresión del amor es una forma de sacrificio impuesto a las mujeres que -tampoco es cuestión de negar esto- sigue existiendo en la mayor parte de nuestro mundo. Pero posiblemente el más extendido de todos los suplicios padecidos por las mujeres a lo largo de la historia haya sido el de su tácito enmudecimiento: la voz de esa mitad de la humanidad, metódicamente silenciada, a la que se ha negado expresarse y perdurar, clama hoy tan atronadoramente que algunos, que ya no pueden seguir enarbolando descaradamente el recurso al velo o la mordaza, no tienen más remedio que inmolarse a sus dioses con un nuevo suplicio, esta vez opcional y voluntario: el de la sordera.