Habréis de saber quizá que los antiguos persas aseguraban estar especialmente orgullosos de no mentir jamás. Quiere decir esto que eran los superhombres de la sinceridad o que hacían de sus mentiras cuidadosos juegos de crupier o trilero. Alguien dijo ya en su día que cuando un hombre cree firmemente algo, lo verdadero son las consecuencias de tal certidumbre. Nuestros políticos y nuestros jugadores profesionales de póker podrían hablarnos largamente sobre estas modas del bien pensar. El resto se habrá de conformar con ese torpe balbuceo del que se marca un farol sin que lo embargue la poderosa convicción de tener entre las manos una escalera de color.
Pero esto no es prédica, sino cuento. Quiero decir que hubo una vez un rey, entre aquellos fanáticos de lo verídico. Se llamaba Cosroes y su sobrenombre, Anushirwan, enfáticamente anunciaba en el parsi del siglo V su naturaleza recta, honrada. Había batallado al Este contra los bárbaros nómadas de Turán y al Oeste contra los bárbaros cristianos de Rum. Había cuidado de que los fuegos sagrados en honor a Ahura Mazda no se extinguiesen. En su tiempo -reinó más de sesenta años- el labriego y el burgués habían conocido la bienandanza. Así eran las cosas y en realidad resultaba tan difícil como siempre asegurar lo contrario.
Lo cierto es que un día Cosroes cabalgaba. Lo seguían la ciudad de su harén y diez mil de sus mejores savaran, cuyas corazas hacíanlos invisibles. Estaban cruzando uno de los desiertos que a veces hacían un tanto gratuita la enormidad del imperio. Mediaba la calurosa jornada cuando los exploradores trajeron la noticia del mediohombre que se negaba a apartarse del camino. El rey, a quien le eran gratas las muestras de piedad, galopó hasta él y le arrojó uno de sus anillos. Larguísimos cabellos blancos apenas cubrían al viejo, que dijo:
-Vengo de la India, oh, Cosroes, no buscando limosna, sino la sabiduría de los persas. Te propongo una guerra que desconoces. Si tú ganas, seré tu esclavo. Si gano yo, me harás rico.
Ante él, como única posesión, se hallaba sobre el polvo un tablero de sesenta y cuatro casillas, en las que se enfrentaban dos ejércitos de marfil, con sus rajás, sus elefantes, sus caballos y sus peones. El desconocido, que era en realidad un asceta o gimnosofista, precisó las condiciones del pago en caso de que él quedase victorioso: un grano de trigo por la primera casilla o escaque, dos por la segunda, cuatro por la tercera, y así hasta completar el tablero. Los capitanes rieron, al igual que el monarca. Buzurjmihr, el legendario ministro, frunció en cambio el ceño, pero el mediodía no era hora de consejos. Cosroes se sentó frente al santón y se dejó instruir sobre el juego, hasta que aprendió cabalmente el movimiento de cada una de las piezas. Era ya el atardecer cuando comenzó la partida, para diversión de todos. Antes de que la noche se cerniese completamente el déspota cayó derrotado. Riéndose de nuevo, entrechocó las manos para que fuese traída la cantidad de trigo acordada. Pero entonces Buzurjmihr el visir, que sobre un papiro había hecho el cálculo gracias a su conocimiento de las antiguas ciencias babilónicas, se adelantó con ambas manos llenas de arena, la cual no tardó en derramarse entre sus dedos. Toda la cosecha de Irán no era suficiente, y Anushirwan había hecho una promesa que tenía que cumplir.
Esa noche el campamento guardó silencio ante la gravedad del hecho. Todos esperaban que Buzurjmihr concibiese una solución o coartada. Emperador y consejero velaron hasta altas horas en la soledad del pabellón real, debatiendo sobre lo que hacer. Agotados los razonamientos confiaron el enigma, como siempre, al albur del sueño. Al amanecer, adoraron al Sol naciente y Cosroes se sentó de nuevo frente al anacoreta, que seguía sobre su parcela de polvo. Dijo:
-Hoy estamos aquí, oh, sabio, y es bueno que nos hayamos encontrado, pero ahora nuestro destino está en juego. Esta madrugada he tenido un sueño. En él he sido tú, y he competido sobre el tablero con un tirano ingenuo. La Tierra me ha sido entregada, pero de ella han desaparecido los hombres, las bestias y la flora. A lo largo de una vida de andariego no he visto sino este desierto a mi alrededor, y me ha asaltado el pánico. Hace mucho que me acostumbré a dudar sobre cuál es la realidad, si la que soñamos o la que creemos vivir. Ante ese dilema no puedo hacer concesiones. Lo cierto es que en la supuesta vigilia yo me he conformado con un reino. Tú en cambio aspiras no sólo a éste, sino a todo lo demás, y ése es tu pecado. Ya cierto judío se preguntó de qué vale el Mundo, si para ganarlo has de perder tu alma. Los persas aseguramos además que Dios, el cual lo es todo, es también Uno. Tu orbe, como tu matemática, es inmensurable en otra cosa que no sea la más desnuda sencillez. De entre la boñiga de un camello mis criados han desentrañado esta simiente de cebada. Tómala y conténtate. Te otorgo este baldío, que será tu jardín.
A lo que el monje, superado por estas sagacidades, no replicó sino para pedir ser inmolado en la hoguera, pues los de su casta tenían en poco morir en el lecho una vez dicho todo lo que tenían que decir. Confiadas al viento sus cenizas, la caravana siguió su camino, llevando con ella el arte del ajedrez. Y Cosroes no hizo más apuestas con extraños.
Y ésta fue la veracidad que salvó a un imperio de sinceros. Quién sabe: quizá todas nuestras grandes revelaciones se deban en el fondo a la necesidad de equilibrar la balanza de pagos, en un mundo de medias verdades, y de reyes a la fuga.