Hace mucho tiempo, al inicio casi de mis estudios de Derecho Constitucional y a medida que iba profundizando en la materia, acuñé en mi ideario un concepto que me inquieta hasta hoy y que no es otro que, el Estado, en su plano garantista, resta a la democracia elementos consistentes para luchar contra los antidemócratas.
El Derecho Civil, el Penal y el resto del Ordenamiento Jurídico, tributarios de la Constitución, son armas válidas para luchar contra los antidemócratas de grano gordo, aquellos que, haciendo de su capa un sayo, roban, matan, cercenan e ignoran sistemáticamente reglas, principios y valores ampliamente reconocidos de la cosa social y la res pública.
Hasta ahí, bien.
Sin embargo, el antidemocrata de pedigree, aquél que cree conocer el sistema tan a fondo que incluso se pretende por encima de él, a ese no hay manera de pillarlo o, por lo menos, de aplicarle las generales de la ley sin que antes nos haya proporcionado innumerables momentos de bochorno democrático tornado en estupor, indignación y cabreo —por este orden— a medida que su insubordinación legal va avanzando.
El proceso secesionista ilegal catalán está dando, no me negarán, un nutrido ramillete de personajes, ideas y acciones a cual más disparatada pero que casan directamente con mi temido argumentario legal y vienen a darme una razón que maldita sea la gracia que me hace.
Tipos como Gabriel Rufián, parlamentario nacional que se atreve a jactarse, día tras día de su inquebrantable afán por destruir un sistema que le sostiene a él y a otros de su especie, desluciendo con sus astracanadas un foro, el parlamentario, que se encargaron de bruñir mentes preclaras como Cánovas, Castelar y Sagasta, por citar unos cuantos, entretiene cada poco a su parroquia de ilusos radicales con discursos e intervenciones tan cargadas de ira, odio y resentimiento mal disimulados como de un desconocimiento legal y social increíble para quién ocupa tan alta magistratura estatal.
Sea como fuere, si algo no se le puede negar a quién, con solo nombrarle ya se le insulta, es de esconder sus ideas tras subterfugios de todo tipo. Rufián va de cara, no esconde ni su ignorancia ni su estulticia lo cual, visto lo visto, se convierte en un atributo nada desdeñable, al contrario que otra correligionaria suya, Ada Colau.
A la alcaldesa de Barcelona, como a tantos otros actores de este teatrillo sin gracia que nos está tocando vivir —por no decir sufrir— siempre le ha venido grande el traje democrático y lo está demostrando nuevamente en este momento histórico en el que, a base de ponerse de perfil intenta mantenerse al margen de la logística ilegal del 1 de octubre, fecha señalada para la felonía catalana.
Dice que no va permitir que se planten urnas en su feudo al tiempo que afirma que quienes lo deseen van a poder votar desvelando, sin descubrir su contenido, un acuerdo con el presidente de la Generalidad catalana para que se produzca —sin llevarse a cabo—un resultado feliz para todas las partes, principalmente la suya.
Sainete.
Porque Colau se sabe en el punto de mira de Jueces y Fiscales si se posiciona, lo cual le acarrearía una más que probable inhabilitación de todo punto inadmisible para alguien cuyas larvadas intenciones de perpetuación política están por encima de cualquier otra consideración, idea o movimiento. Porque ella va a lo suyo, a medrar.
Y por último los inconscientes, pedazos de una sociedad victima de un letargo inducido durante décadas a base de adoctrinamiento hasta llegar a creer que el ombligo mundial en el que viven y al que pertenecen es víctima de un taimado poder que les anula y no les deja crecer.
Inconscientes que han tomado la decisión maquinal de no ver, pensar ni decidir más allá que lo que otros quieran que lo hagan, capaces de comulgar con ruedas de molino con tal de tranquilizar sus almas cuando otros les dicen que van en la dirección correcta con el paso adecuado hasta llegar al extremo de venerar y practicar el arte del selfie con terroristas condenados, otrora verdugos de inocentes, convertidos ahora, en el ideario colectivo de los inconscientes, en hombres de paz, salvadores y amigos y estrellas del rock si se tercia.
Un suicidio ideológico colectivo del que los —y las— jetas y rufianes se sirven en su propio beneficio conscientes de que, mientras los inconscientes tiren de carro, ellos podrán viajar en él, cómodamente sentados saludando, a su paso, al personal.
Romanones no pudo describirlo más claramente; ¡qué tropa, joder, qué tropa!