Os escribo desde la ermita de san Ramón, emblemático lugar de Barbastro no sólo para la ciudad sino para toda la Diócesis. Desde aquí nuestro santo patrón se despidió de la ciudad que le acogió como prelado durante diez años.
Un lugar que llamaban “el monte de los ahorcados”, puesto que allí se ajusticiaban a presos y que, años más tarde, pasó a ser lugar de culto de un santo paradigmático, de un obispo no al uso, cuyo testimonio de vida y labor pastoral logró iluminar a toda una Diócesis y se ha convertido para mí en mi verdadero influencer.
Nuestro santo se mantuvo alejado de las intrigas políticas de su época y se consagró a su misión evangelizadora recorriendo la Diócesis, restableciendo el culto, ayudando a los necesitados. A distancia de la corte real, no intervenía en campañas militares, lo que no le libró de las aspiraciones de los prelados vecinos, tanto Odón de Urgel como Esteban de Huesca, quien apoyado por el rey y la nobleza local, consiguió arrancarle por la fuerza su querida Catedral.
San Ramón, triste por el trato recibido, caminaba a pies descalzos, acompañado por un gentío vivamente afectado. Cuando llegó al monte de las horcas, miró a la ciudad y ante los que le rodeaban comenzó a predicarles y a exhortarles a perseverar en la virtud y la resignación ante la voluntad del Señor. Con gran sentimiento los bendijo y se despidió de ellos. Se construyó en ese lugar una ermita.
La primera fue erigida por el obispo de Barbastro, Miguel Cercito, natural de Ejea de los Caballeros, el día 9 de agosto de 1594. El prelado era un gran devoto del santo: además de escribir su Vida, mandó limpiar el lugar y purificar el monte desde el que san Ramón se despidió, dedicándole un templo. Muy deteriorada estaba la ermita durante el pontificado de Jaime Flores, que mandó reconstruirla en 1964. Guarda en su interior tres tallas excepcionales del escultor barbastrense Enrique Pueyo: la imagen de la Virgen, de san Ramón y la expresiva talla del Crucificado.
Cómo me gustaría también a mí, aunque sólo fuera por ejeano y operario diocesano, dejar mi huella en esta ermita tan emblemática, consolidándola y ofreciendo un albergue social para transeúntes y personas sin recursos.
Desde aquel lugar donde san Ramón emprendiera su viaje hacia el origen de nuestra Diócesis, la catedral de Roda, me gustaría invitaros a cada uno a volver al centro de nuestro corazón para reencontrar nuestra verdadera raíz cristiana. Que la ruta de las Tres Catedrales, que estamos impulsando desde el Museo Diocesano, nos ayude a reavivar nuestra identidad, a fijar nuestro territorio, nuestras costumbres y tradiciones, a revivir nuestra fe. Como nos mostró san Ramón, nuestro camino no debe estar marcado por el resentimiento o la nostalgia sino por el anhelo de recrear nuestra propia identidad y ofrecer a la humanidad un nuevo modo de ser Iglesia.
La huella de sus pies es una huella de amor, de ejemplo, de aceptación y de grandeza. Huella que su Diócesis sigue orgullosa y recuerda año a año en la celebración de su festividad. Y que me sirve de ejemplo para pastorear esta hermosa porción del pueblo de Dios que el Señor me confió por medio del Papa Francisco.