La Comisión europea ha hecho saber, en un comunicado, que la crisis que lleva machacándonos desde 2007 se ha acabado.
Es lo que tienen los organismos internacionales, que te sueltan un dato económico como si fuera una realidad social y se quedan tan anchos.
Aquí ya no hay crisis, no hay nada que ver en las pantallas bursátiles, disuélvanse y continúen con los quehaceres en los que andaban allá por 2007.
A lo flashback.
Por eso, una noticia que debería despertar en mí un repentino cambio de humor –a mejor– o incluso una explosión de júbilo, desencadena, en cambio, una sensación de estupor creciente que lleva camino de convertirse en una risa nerviosa, no exenta de cierta incredulidad y escepticismo.
Porque es IM-PO-SI-BLE que uno de los periodos más convulsos de la historia reciente, salvando las guerras mundiales y sus periodos intermedios, pueda terminarse así, de un plumazo, a golpe de comunicado y nadie vaya a poner ni un pero, punto ni coma a semejante golpe de reduccionismo aberrante.
La crisis, como todo fenómeno económico, tiene un hondo calado social que se traduce en heridas que no se curan a golpe de bando de alcaldía leído en la plaza del pueblo.
Desde que, allá por 2007 (9 de agosto por más señas) el banco francés, BNP Paribas decidiera que era hora de entrar en la verbena que Lehmann Brothers y las subprime habían organizado en Estados Unidos, la crisis ha dejado economías desgarradas, gobiernos desfallecidos, sociedades divididas y familias rotas.
La economía mundial, bancos a la cabeza, han perdido (y con ellos todos nosotros), cantidades ingentes de un dinero que no existía, pero que hacía girar el mundo con esa correa de transmisión invisible llamada mercado interbancario, que nos movía como marionetas de baile al son de una ilusión, de un sueño que, como tal, terminó por convertirse en una pesadilla.
Resulta que no éramos ricos, todo lo contrario, éramos pobres –muy pobres– jugando a ser ricos con dinero ajeno.
Los gobiernos –todos– se pusieron manos a la obra inmediatamente; unos negando la crisis y tachando de antipatriotas a quienes anunciaban su llegada, otros esbozando medidas, ora eficaces, ora imaginativas, para tratar de frenar la embestida de un mercancías de 1.000 vagones lanzado a 110 Km/h directo hacia nuestro jardín. Éxito esperado, o sea, ninguno.
Más bien fracasos que les llevaron a zozobrar ante legiones de inspirados salvapatrias, pagados de sí mismos, economistas de todo a cien y puño en alto, cargados con odio, reproches y remedios viejos, fracasados antes de nacer, que vieron en lo que se avecinaba la oportunidad de cambiar el futuro (a su favor) con soluciones del pasado pasando por alto que ellos mismos eran causa y parte del problema creado.
Dividieron la sociedad, enfrentándola a base de aprovechar los malos tiempos para revivir viejos fantasmas, para revitalizar batallas y guerras perdidas, para conseguir ganar poder, perpetuarse en él, saldando cuentas liquidadas hace años.
Y así seguimos.
Las familias, como siempre, base de una pirámide acostumbrada a pagar, nunca mejor dicho, el coste de los dispendios, la factura de una fiesta en la que –no nos engañemos– también participaron con una invitación expresa, porque a nadie le amarga el dulce de una vida despreocupada, incluso hasta el punto de no inquietarse por cómo pagar una deuda de la que no se era, en no pocos casos, ni siquiera consciente. Así éramos, así vivíamos.
Al final, bancos, gobiernos, sociedades y familias hemos pagado, y bien que lo hemos hecho, la locura colectiva de unos cuantos con la complicidad de todos, y las preguntas son ahora si los bancos han aprendido a contener la avaricia, a los gobiernos les quedan –que no– soluciones para la próxima crisis, las sociedades deciden olvidar o reabrir viejas heridas y si las familias, ajenas a los grandes datos macroeconómicos, sienten por fin que la puñetera crisis se ha acabado de verdad.
Para poner rumbo a la siguiente, más que nada…