Fue la EGB, hace cuarenta años, una manera de finiquitar el analfabetismo en España y redimir al país de las simplificaciones de la Enciclopedia Álvarez. Tras lustros de aritmética para tenderos (que Euclides me perdone) y patrioteras lecciones sobre nuestro pasado de matamoros, se hacía repentinamente urgente que los mocosos se familiarizasen con las teorías de conjuntos y la tolerancia intercultural. A costa de multiplicar el gasto en libros de texto, se abría ante los escolares de entonces un abanico educativo capaz de introducirnos en un mundo que ya iba por la tercera revolución industrial, al tiempo que se pisaba la Luna. Hasta ahí todo bien pero, en mi opinión, subsistía en el plan el viejo resabio que siempre ha aquejado a los sistemas de enseñanza básica obligatoria. Me refiero a la chulesca presunción de que sin ellos quedaríamos reducidos a tener que chuparnos el dedo. No quiero ser cínico. Sé que hay mucha buena voluntad en el empeño de llevar la ilustración a todo hijo de vecino. Todo se reduce a poner los puntos sobre las íes, cosa de la que sería incapaz de no haber sido escolarizado.
Ya que desde entonces ella ha sido mi mayor querencia, para ello incidiré en la materia de lengua y literatura castellanas que nos fue impartida. Entre las perlas que tuvimos que memorizar en tal asignatura estaba la aseveración, enunciada a sangre fría, de que un sujeto ordinario no suele pasar de conocer quinientas palabras de su idioma nativo. Mucho me supo a chamusquina enterarme de que aquellos adultos cuya cercanía presidió mi infancia estaban perdidos en un paupérrimo limbo lingüístico, a pesar de la admiración que me causaba su capacidad para expresar de diez modos distintos la amorosidad de una u otra tierra de labranza, o de la riqueza de su vocabulario faunístico y botánico, hijos como eran de una cultura caracterizada por un mayor contacto con la naturaleza. No, no era posible que docenas de generaciones anteriores a la alfabetización hubiesen hecho el amor y la guerra sin atesorar un léxico considerablemente más amplio.
No sólo eso. También recuerdo la candidez con la cual se nos hacía saber que el recurso a los dichos y refranes empobrecían el discurso oral, al constituir una muletilla fácil incluso para el más lerdo de los hablantes. Implicaba tal máxima la abolición y el abandono de mil y un alhajas en donde se hallaba cifrada una sabiduría milenaria, una solemne pedagogía sobre el vivir y el morir acumulada tras siglos de lidiar con la existencia y sus consecuencias.
Las limitaciones espaciales de este artículo, y más aún las de alguien que dejó de ser un buen estudiante hace cuatro décadas, hacen que no abunde en adicionales evidencias de las arbitrariedades contenidas en los manuales Anaya o Edelvives, editoriales que en su día hicieron el agosto. Algo corto me quedo por tanto si queremos llegar a alguna conclusión, pero lo cierto es que no me gustan tanto las conclusiones tanto como las intuiciones. Me arriesgaré pues a desarrollar alguna de éstas. Una podría ser la taimada suposición de que tras todo este masivo intento de acabar con la incultura se halle en cambio la intención de acabar con toda una civilización.
Hace ya miles de años, la cultura oral o hablada de los itinerantes cazadores-recolectores fue dilapidada por sus sus sedentarios descendientes, los cuales pasaron a cultivar la tierra y crear asentamientos duraderos. Simplemente, el morador de una cabaña de adobe no podía pensar igual que un habitante de las cavernas. Había nuevas exigencias técnicas y morales a la hora de obtener cosechas artificiales y de convivir en comunidades más amplias. Las habilidades de subsistencia y la religión conocieron un dramático cambio que se dejó mayormente en el tintero todo un modo de vida. Cualquiera que haya leído Arenas de Arabia sabrá que el habitante de un oasis, a diferencia de un beduino, no es capaz de saber si la camella que ha dejado huellas en la arena está embarazada, o si ha sido abreviada recientemente. Tales cosas pasan cuando el progreso cambia nuestras mentes.
Si tan drástico es el paso de una vida nómada a otra campesina, cuánto más no lo será, a su vez, la necesidad de hacer de los pueblerinos labriegos trabajadores fabriles recién llegados a la ciudad. El párrafo anterior pretende ilustrar el hecho de que el cambio entre unos modos comunales de subsistencia y otros no implican simplemente un cambio de utensilios y conocimientos, sino una revolución de las sicologías. De ahí que todo maestro de escuela, una de las profesiones más características del último siglo y medio en Europa, haya vivido tradicionalmente bajo la imperiosidad institucional de considerar al alumnado una especie de tabla rasa sobre la cual edificar desde la nada una clase de sujeto nunca visto antes. A las exigencias de la industrialización, relativamente recientes en España, se añaden aquellas otras del nacionalismo, fenómeno curiosamente coetáneo o casi de la máquina de vapor. No hace tanto tiempo que los siervos de la gleba adquirimos el compromiso, raramente demandado por nosotros, de convertirnos en ciudadanos de una u otra nación cuyo instinto supremacista se formula a veces, como es el caso de la nueva Europa, como una propagandística superación del mismo.
Sinceramente creo que los mejores ministros de educación han sido individuos desesperados. Conscientes como nadie de las apocalípticas exigencias intelectuales formuladas por los nuevos tiempos, se han visto obligados a patrocinar a ciertos estrambóticos de la docencia, capaces de articular teorías como las referidas al uso común del lenguaje. Es evidente que si quieres educar a alguien has de presuponer su ignorancia, al tiempo que tu sabiduría. Pero cuando tales supuestos se llevan al exceso todo se reduce a un insulto, a una despersonalización. El analfabetismo, tan estigmatizado actualmente, y cuyo concepto podríamos poetizar mediante el uso de otras denominaciones como agrafía o tradición oral, fue el medio en que se originaron mensajes tan complejos como el Enuma Elish, la Ilíada o el Mío Cid, puestos por escrito tan sólo tras generaciones de rapsodas y memoriones. Esto lo tendrán que tener en cuenta nuestros chavales antes de que la universidad actual los capacite para colonizar Marte. Y al llegar allí, si puede ser, que se marquen una jota.