De niño fui un lector voraz. Cada tarde leía algún libro y a menudo más de uno. Mi padre solía traerlos de la biblioteca de la escuela donde enseñaba. Quizás por ello nunca hice demasiadas faltas de ortografía. Y quizás por ello sigo siendo aficionado a leer – y a escribir.
De un tiempo a esta parte, la vida, que da muchas vueltas, ha hecho que mi padre, ya jubilado, se haya vuelto también un lector voraz. Un verdadero león, como dice mi suegra. El caso es que, entre otras fuentes, ahora soy yo quien le facilita (una parte de) sus lecturas.
A finales de febrero encargué Ramón Acín. En cada uno de nosotros un pedazo tuyo. Aunque suelo acudir a la librería barcelonesa Capicúa, esta vez me di el capricho de no esperar y lo pedí directamente a la librería París de Zaragoza. Puse la dirección de mis padres, acostumbrados ya a recoger este tipo de envíos. Sin embargo, debido a la pandemia he tardado algunos meses en poder recibirlo en persona. De ahí que su primer lector haya sido… mi padre.
Al terminar el confinamiento, él tenía apilados en la mesita del comedor los libros que le habían servido de complemento de la gimnasia matutina y los paseos por el terrado. “Éste me ha gustado mucho”. Se refería, como no podía ser de otra manera, a la última obra de Víctor Juan. Todos los demás tenían algún pero. Algunos eran muy largos, otros muy cortos. Algunos eran demasiado densos, otros no habían conseguido captar su atención. Al parecer, el de Ramón Acín contaba de una forma amena una historia bonita con la que de algún modo había conectado.
Llegados a este punto, mis expectativas eran aún mayores si cabe que cuando lo pedí en febrero. ¡Qué difícil será que no me decepcione!, pensaba cuando lo veía en un puesto privilegiado entre las lecturas pendientes. Pues bien, falsa alarma. Una vez leído, cabe afirmar que está destinado a convertirse en un clásico, uno de esos libros que merece la pena releer.
Es un texto que solo podía haber escrito Víctor Juan, una de las personas que más quiere a Ramón Acín. De hecho, el autor entra tan de lleno en las vidas de los protagonistas y de una manera tan sutil y respetuosa que a veces se confunde con ellos. A veces no se sabe dónde acaba Ramón Acín y dónde empieza Víctor Juan.
Como no se trata de una enciclopedia, es posible que haya lectores que echen de menos algún aspecto o algún episodio de la vida de Ramón Acín. Víctor Juan ha elegido aquellos que a él más le seducen. Personalmente, pienso que es un acierto mostrar toda la relevancia de Concha Monrás en esta historia, pues para Ramón Acín ella era antes que todo.
Con afán de rizar el rizo, quizás le discutiría al autor la consideración del esperanto como uno de los intereses de Conchita poco comunes entre las jóvenes de la época. En realidad, la lengua internacional gozaba entonces de muchos seguidores (y seguidoras), sobre todo en Barcelona y en Huesca. En el libro se menciona al maestro freinetiano Simeón Omella, quien se carteaba en esperanto desde su escuela de Plasencia del Monte con el maestro Mayet de la escuela de Terjat, un pueblecito del departamento francés de Allier.
Y es que en los años 30 del siglo pasado, cientos de escuelas francesas se comunicaban internacionalmente en esta lengua, facilitando así la correspondencia de miles de niños y niñas con sus amigos de otros países, pero también las relaciones entre los profesores. Explicaba Herminio Almendros, uno de los introductores en España de la pedagogía Freinet (y que también aparece en la obra de Víctor Juan), que la regla era llevar a cabo esta correspondencia en esperanto. Solamente cuando ello no era posible se usaban otros idiomas.
Y aquí finaliza mi humilde aportación a esta historia, que empieza con el perro Tobi de Ramón Acín y de la que quizás valga más no desvelar otros pormenores y anécdotas.
En todo caso, el libro va más allá del brillante y humanísimo texto de su autor. De él te atrapa hasta su olor. Su cuidada edición incluye una impecable selección de fotografías y muchos detalles destinados a aquellos lectores particularmente observadores. Por ejemplo, el sello delicado de las pajaritas, que a mis padres recuerda las del parque Miguel Servet de Huesca, que tanto les gustan.