Hace unos días volví una vez más a Alquezar para dar un paseo por el río Vero. Seguí la senda que baja por el barranco hacia el recorrido de las pasarelas. Es un espacio atractivo en el que los litoneros (Celtis australis) y viburnos (Viburnum tinus) crean una atmósfera agradablemente sombría, como de selvática espesura en la que de las lianas trepadoras de la nueza negra (Tamus communis) cuelgan racimos de frutos rojos y la «oreja de oso» (Ramonda myconi) colorea las rocas con pinceladas rosadas. Los conglomerados sirven de apoyo para los arrocetes de flores blancas (Sedum dasyphyllum) y zerbunas (Polypodium cambricum) de grandes y triangulares hojas. Entre tanta exuberante vegetación me llamó la atención la amplia expansión de las vincas.
La especie que estaba viendo es Vinca difformis, una más de las «plantas de cementerio» que proceden de las zonas costeras mediterráneas y que se ha cultivado en pueblos como ornamental. La magia que estaba viviendo hasta ese momento, creyendo estar caminando por un paraje de pureza natural, entró en crisis al instante. No pude menos que sentir una pequeña decepción, producida por la magnitud de la extensión de esta planta en un lugar que hasta ese momento creía original. Si se había escapado del cultivo y se había naturalizado en el barranco eso significaba que se estaba deteriorando el equilibrio de este espacio natural.