La frase es de Julio Llamazares y la primera vez que la usé fue al entrevistarle yo en 2008 cuando publicó la primera parte de ese viaje por las catedrales de España que son sus libros Las Rosas de Piedra y Las Rosas del Sur. La entrevista fue a propósito del primero y se la colé a mi director de entonces aquí en La Mañana contándole que el libro habla de La Seu Vella y la nunca bien ponderada Catedral Nova, las dos catedrales leridanas. Era verdad, claro, pero no le expliqué que hablaba de otras 20 o 30 catedrales más también. El caso es que la entrevista la hice y le saqué a Llamazares, a propósito del conflicto de los llamados Bienes de la Franja, la frase que da título a este artículo y que, creo yo, enmienda todos los ripios con los que los tirios y troyanos protagonistas de este sainete envenenan desde hace 25 años la convivencia entre Huesca y Lleida.
Su sencillez abruma y, por eso, un servidor –que tiene pocas ideas y de escaso valor- echa de ella mano cada vez que juicios, denuncias o trasiegos de obras reabren la querella en los términos ya conocidos. Así, mientras los unos echan mano de aquel obispo bueno que rescató obras por toda la antigua Diócesis de Lleida cuando estaba llena de curas ignorantes y avariciosos que vendían hasta la casulla a cualquier estraperlista; los otros dicen que, ya puestos, si la antigua Diócesis se dividió y nació de ella la de Barbastro-Monzón, lo conservado en el Museo Diocesano de Lleida debe repartirse según su origen.
El problema no está sin embargo en los argumentos ya que, de tan válidos todos, se anulan porque nadie osa salir de la caverna propia y preguntarse, como Llamazares aquel día, si no hay hoy para el arte sacro nada mejor que esos caserones planificados unos con gracia y otros sin ella en los que vírgenes, cálices y otra panoplia eclesial se presentan fuera de su contexto y ubicación originales o, el mejor de los casos, insertos en un remedo del mismo como pasa, por ejemplo, con el Pantocrátor de Taüll en el MNAC de Barcelona. Los museos, me da igual si diocesanos o no, tenían sentido cuando, hace un siglo o más, fuera de las capitales se llamaba carretera a cualquier caminucho y fonda a un antro lleno de chinches y mierda; pero, hoy, pudiéndose conservar cualquier obra dignamente en el sitio para el que fue concebida o en el que fue importante y con dos terceras partes de este país nuestro sin más salida que el turismo de fin de semana gracias a unos hoteles y restaurantes construidos con esfuerzo siempre y buen gusto las más de las veces, ya es hora de ver las cosas de otra manera. Y es que, si Burgos es en parte Burgos porque decenas de miles de personas van a Burgos para ver la Catedral de Burgos, estaría bien que, y citaré una pieza que nada tiene que ver con los Bienes, mi pueblo, Barruelo, pueda seguir siendo Barruelo gracias a que más de dos y más de diez van a Barruelo para ver la locomotora Couillet de 1912 de las Minas de Barruelo que hoy se exhibe en el Museo del Ferrocarril de Madrid perdida entre ni sé cuántas locomotoras más. Y no, no hacen falta mil museos porque, basta con eso que se llama Centro de Interpretación y sirve, además de para permitirnos disfrutar en su ubicación y contexto originales de aquello que hizo o hace diferente a un sitio, para dar empleo dos, cinco o cincuenta personas si contamos a los que trabajan en los hoteles y restaurantes de alrededor. Ah, y se me olvidaba: permiten que Julio Llamazares, yo y quien sea podamos ver las cosas en su sitio sin sufrir ante más vírgenes puestas en fila.