Lamentablemente, la mayoría de nosotros de niños vivimos la comparación. Nos compararon con nuestros hermanos, vecinos, primos, amigos…
Nos compararon en la escuela con otros alumnos, compararon nuestra letra, trabajos, nuestras calificaciones… y así poco a poco aprendimos también a compararnos con los demás.
De adultos seguimos siendo comparados pero por nosotros mismos, por aquel crítico interior instalado en tantos programas de nuestra mente, aquel crítico que constantemente nos hace creer que somos mejores o peores que los demás.
De este modo entramos en los juegos del ego, competimos, nos defendemos, nos justificamos, buscamos inconscientemente la valoración y el reconocimiento externo que internamente no somos capaces de darnos.
Ello nos hace sufrir pero sobre todo nos desgasta y agota energéticamente porque sin darnos cuenta vivimos fuera, pendientes de lo exterior, dejando vacío nuestro interior al tiempo que permitimos que se llene de las opiniones ajenas a las que durante tanto tiempo les dimos todo el poder.
Desconectados de nuestra esencia navegamos a la deriva hasta que llegamos a puerto, el lugar del que jamás debimos salir: NUESTRO SER. Allí no hay juicio, ni comparación, ni crítica, es la aceptación plena de lo que somos, en todas nuestras facetas, con nuestra luces y sombras, calmas y tempestades.
Es allí cuando comprendemos que todas las tormentas de nuestra vida nos han sacudido fuerte por identificarnos con el ego, olvidándonos que somos mucho más que ello.
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